Con el patriarcado hemos topado

Cuando estudiaba la Licenciatura de Antropología Social y Cultural en Donostia, recibí algún que otro curso sobre las teorías feministas y los estudios sobre género en los que, muy a menudo, se trataba la cuestión del patriarcado.

Sin embargo, aún con todo lo que leímos y discutimos sobre el tema, creo que no comprendí el grado de dominación que esa estructura puede llegar a ejercer hasta que vi cómo afectaba a mi pareja.

Aunque el Gobierno Chino presume a menudo del éxito de sus políticas de igualdad, y es cierto que se ha avanzado mucho desde los tiempos del Imperio, no cabe duda de que, en China, queda un gran tramo que recorrer por los derechos de las mujeres.

Mi novia, que es originaria de Hubei, me ha repetido muchas veces que su provincia es relativamente menos machista que otras en las que todavía se espera con ansia tener un niño en lugar de una niña. Sin embargo, lo cierto es que cuando empezamos a salir juntos, y a pesar de que vivía muy lejos de su familia, a menudo solíamos andar por la acera separados por unos metros, para evitar el estigma social que se puede llegar a padecer por tener un novio extranjero.

Puede que a algunos esto os suene algo exagerado, pero lo cierto es que, todavía a día de hoy, para muchos hombres chinos, una paisana que haya tenido una relación previa con un occidental supone poco menos que una puta. Y yo mismo he oído en más de una ocasión comentarios de hombres hacia mi novia del tipo “mira, a esa le gustan los extranjeros”.

Pero aunque una buena parte de la dominación patriarcal se ejerce de formas sutiles y, a menudo, inapreciables para quien está en el lado de los opresores, existen momentos y situaciones en las que es posible percatarse con total contundencia del profundo impedimento que constituye para la libertad de las mujeres.

En nuestro caso, dicho momento se presentó un día de junio de 2012 en que acudimos a un centro de control y prevención de enfermedades de Wuhan, con el fin de informarnos sobre las precauciones a tomar en caso de viajar a Yunnan, una provincia en la que existe riesgo de Malaria.

Tras preguntar en la recepción y tocar varias puertas, por fin llegamos a la consulta habilitada para nuestro caso.

Dentro de la habitación había tan sólo dos hombres de alrededor de 50 años. Uno de ellos estaba dibujando a lápiz lo que observaba a través de su microscopio. Apenas se inmutó de nuestra presencia durante el tiempo que estuvimos allí. Fue el otro quien nos atendió y al que mi novia explicó el motivo de nuestra visita.

Sin embargo, en seguida nos dimos cuenta de que aquel “profesional” quería conocer otros detalles que iban más allá del viaje en cuestión.

Por aquel entonces yo apenas hablaba chino, pero entendía lo suficiente como para saber que empezaba a pasarse un poco en lo relativo a las cuestiones rutinarias.

Su interrogatorio arrancó con las preguntas de si éramos estudiantes, y en qué universidades estábamos matriculados.

Al darse cuenta de que estudiábamos en Campus diferentes, pasó directamente a preguntarle a mi novia cómo nos habíamos conocido. Consciente de la dirección en la que iban los tiros, mi novia respondió explicándole que todo empezó a través de un intercambio de idiomas.

Entonces él, sin gracia alguna, y con un tono ya casi inquisidor, recalcó su interés por esclarecer el carácter de nuestra relación con un  “entonces vosotros dos sois…”, insinuación que mi novia completó añadiendo el término  “amigos”.

Sin embargo, aquella réplica no contentó al doctor, quien pasó a barajar la posibilidad de que ella fuese mi traductora durante el viaje.

“No, sólo somos amigos y he venido a ayudarle para informarse sobre la cuestión de la Malaria” -Respondió mi pareja sin atreverse a rechazar su rol de interrogada.

“Ya, ya, amiguitos de idiomas, ¿eh? Yo te ayudo con el inglés y tu me ayudas con el chino, ¿verdad?” Culminó él cargado de ironía y convencido de que estaba en suderecho y deber de juzgar nuestra relación.

Satisfecho ya de su particular interpretación del policía con pocos amigos, se acercó al frigorífico que tenía a un lado de su escritorio, y extrajo un medicamento a base de pastillas que debíamos tomar cada X tiempo para protegernos de posibles infecciones. El medicamento era gratuito, pero mi novia me explicó que “lo propio” era untarle con 20 yuanes, por su servicio.

Yo apenas solté palabra hasta que ya habíamos perdido aquel edificio de vista. No me podía creer que un profesional al que no habíamos visto jamás pudiese encarnar el rol de la autoridad paterna así, como si nada. De hecho, ahora que lo rememoro, es justo eso lo que pasó durante el interrogatorio; ese hombre pensaba que lo propio en su lugar era actuar como lo hubiese hecho un padre autoritario, o como lo haría precisamente un patriarca.

Fue entonces cuando me di cuenta, realmente, y por primera vez en mi vida, de lo profundamente injusto que era que cualquier hombre maduro pudiese erigirse como “padre” de mi novia, de mis amigas locales, o ¿por qué no? de mi hija, si es que algún día llego a tener una.

Pero lo peor de todo es que ese “complejo paternal” se manifiesta únicamente a la hora de limitar la libertad de las mujeres y mantenerlas en la posición subordinada que viene ligada a la figura de la hija dentro de la simbología patriarcal.

Desde entonces, cada vez que alguien me pregunta qué es el patriarcado, o me insinúa la bien célebre hipótesis de que se trata de un invento del feminismo, le respondo contándole este pequeño pasaje, cuyas escenas, personajes, y guión constituyen unos arquetipos todavía recurrentes en buena parte del mundo, desde Wuhan, hasta Pamplona.

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