Estresado por el Taichi en Chile y China

A mis veintitantos, recién salido de la universidad y ante las entusiastas recomendaciones de un primo,  me metí al Instituto de Cultura China de Santiago a practicar Taichi. Lo hice en un 5% por hacer una actividad física recreativa y en un 95% para encontrar polola (novia) que era mi obsesión compulsiva en esos años. Qué reconfortante la libertad de decirlo hoy sin mucha vergüenza, casi cualquier cosa que hacía en esos tiempos era pensando en mujeres. Esto es como «una salida del clóset» de los nerd como yo.

Pagué caro: matrícula y como doce cuotas, al estilo universidad privada y quede así amarrado económicamente por unos buenos meses a las profundas enseñanzas motoras-filosóficas del gigante asiático.

Éramos como sesenta personas y obviamente que Murphy metió su cola y  resultó que no había ninguna chica guapa, ni medio guapa,  sino un gran número de señoras de edad, viejitos y uno que otro adefesio como yo.

El profesor no era chino sino un muchacho joven, flaco, bajito y de barba. Levemente carismático, no muy simpático, y – algo que me chocó desde el principio – es que en cada descanso de los ejercicios se fumaba un cigarrillo. Nunca he entendido a la gente que hace actividades «naturales» y al mismo tiempo se contamina el cuerpo.
Respecto a cómo me fue, valga una introducción que mis compañeros del colegio podrán refrendar. Yo soy descoordinado, pero no así como solo «descordinadito», sino horrible profunda y severamente, descoordinado. Es casi un talento, creo poderle dar a mi país una medalla si hubiese una olimpiada de los discordes. Cuando estaba en gimnasia en secundaria y el profesor nos hacía los típicos ejercicios de abrir y cerrar los brazos al mismo tiempo que las piernas, avanzar para un lado a la izquierda y luego a la derecha, yo parecía un personaje de comedia gringa, todos iban para un lado y yo cual pájaro apostonado aleteando lastimosamente me iba para el otro, dañando estéticamente la performance del grupo.
Peor aún, adquirí el elemental concepto de izquierda y derecha de «Plaza Sésamo» cuando aprendí a manejar o sea recién a los 23 años y, a leer los relojes de palitos no digitales como a los 25 (y aún me cuesta). O sea mal. Jamás debí pasar el pre kínder. Esto es como otra confesión de «salida del clóset», pero ahora de los tontos.
Y bueno con esa pobre «base» como dicen los profesores me aventuré al Taichi. ¿Cómo resultó? Acá una breve cronología:

Clase 1:  El profesor nos hizo el calentamiento inicial que es parte de la rutina e incluye  movimientos circulares y de elongación  de todo el cuerpo, entre ellos el típico de doblar el cuerpo inclinado y tocarse los pies con las manos estando parado, cuestión en la cual mi récord es solo llegar hasta las rodillas, pero traté con optimismo en el futuro. Luego, nos enseñó la primera rutina y más elemental  de movimientos básicos. Brazos, manos y piernas en acción en gráciles posturas orientales en cámara lenta. Gente hábil lo aprendió rápido y a la primera.

Clase 2: Nuevamente calentamiento, otra vez mis manos en la elongación apenas hasta la rodilla. El profesor se aventura a enseñar la segunda rutina de movimientos. Un grupo de mis admirables compañeros más hábiles la captan de inmediato y otro grupo, al que pertenezco, seguimos reforzando la primera rutina. Más de la mitad logran pasar a la parte dos y otros seguimos entusiastas intentando la uno.
Clase 3: Sigo ya un poco frustrado sin elongar más allá de la rodilla. El profesor va por la rutina tres y cuatro y mis odiosos compañeros que se creen chinos, de nuevo la aprenden a la primera. Otro grupo practica la dos y como cinco giles nos seguimos quedando en la uno.
Clase 4: Odiaba elongar, lo asumí. Los desgraciados bailarines alma de «wantan» se aprenden dos rutinas más. El grupo del medio progresa y avanza a nuevas lecciones. En la división porra del Taichi, incapaz de pasar la primera lección me quedo solo con mi compañera, una gordita con problemas de gota y artritis, y don Manuel, un caballero cercano a los ochenta con vacíos de memoria.
Clase 5: ¡Bravo don Manuel!!! Lo logró. Yo y la gordita seguimos en el grupo de rezago.
Clase 6: No hago la puta elongación. La maldita gordita pasa a la rutina dos. Soy el único pelotudo que en doce horas de Taichi no es capaz de coordinar unos ejercicios muy básicos de mover las manitas, bajar y subir brazos,  mientras el 90% se mueve cual si fueran el equipo olímpico de Rumania. Posibilidad de polola: cero, la gordita no es mi tipo y, además, me siento  humillado por ella.

Clase 7: Directo a la oficina de administración del instituto a rogar que me devuelvan parte de la plata y los anticipos. Es lo único en que me fue más o menos bien en mi clase de Taichi.

Con este penoso antecedente, veinte años después, y harto más viejo se me ocurre en la mismísima China volver a intentar el Taichi. La próxima lo cuento.

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