Mezclar el tocino con la velocidad te ayuda a investigar

Cuando nos embarcamos en el trabajo de campo antropológico o sociológico, no sólo tenemos que comenzar a prestar atención a aquellos aspectos que parecen tener una relación más estrecha con el tema de estudio, sino que, además, conviene no dejar pasar los pequeños detalles periféricos que lo rodean, pues nunca se sabe los secretos que pueden guardar.

De hecho, creo que no digo una locura al afirmar que muchos investigadores sociales a menudo padecemos de una especie de “filosofítis” que nos ciega ante esos pequeños detalles y además nos hace muy vulnerables a sufrir todo tipo de accidentes cuando transitamos por la calle.

Por suerte, una de las cosas que aprende uno en China a la fuerza es a andar muy atento por la calle, porque las normas de tráfico fuera de las grandes ciudades son como las condiciones de uso de las redes sociales, que no las mira ni Cristo y todos dan por hecho que no les va a pasar nada malo por ignorarlas.

Pero incluso en las calles con menor cantidad de tráfico, siempre hay que andar al loro de que no te tropieces con algún perro sarnoso o te peine el flequillo una moto eléctrica de esas que tanto me entusiasman.

De entre todas esas cosas que te sorprenden o te pegan el susto padre por la calle, una de las más curiosas son los alimentos que los chinos de buena parte del país cuelgan por doquier para secar durante el otoño y el invierno.

Esta costumbre la descubrí una agradable noche en la que volvía a casa con el coco echo polvo después de una clase de chino más frustrante de lo normal, totalmente absorto en algún tema apocalítpico de mi reproductor musical, cuando al atajar la esquina de una acera me golpeé en todos los morros con un objeto misterioso.

Apenas estaba tratando de procesar la textura grasienta y el gusto saladillo que me había dejado la “cosa”, cuando pude vislumbrarla, balanceándose colgada de un alambre junto a varios de sus semejantes. Se trataba, nada menos que de varias ristras de salchicas chinas dejadas allí, en medio del barrio, al alcance de cualquiera. Auténticas e inesperadas chistorras de Hubei dándome la bienvenida a casa.

Asombrado, miré alrededor para tratar de “contextualizar” lo sucedido. ¿Me abría salido (una vez más) del camino y acabado en una especie de despensa particular? No, me encontraba en plena vía pública, aunque, en realidad, ello no suele ser óbice para que los vecinos se la apropien para cualquier propósito.

Todavía aturdido, traté de agudizar la vista, y explorar los alrededores de la calle apenas iluminada por las viejas farolas, y fue entonces cuando los ví, decorando la calle cual flores o setas silvestres, ofreciendo ese toque rural inconfundible, todos aquellos tocinos, lomos y longanizas de cerdo, y aquellos pescados de río abiertos de par en par para ser secados al aire.

Me llamó la atención sobre todo su curiosa disposición en el exterior, casi como un símbolo de la confianza mutua entre vecinos, y a menudo compartiendo lugar con las ropas del tendedero, como si sus propietarios desearan que la fragancia del embutido ahumado embriagara su ropa interior. Hmmm, ¡qué mejor aroma para encandilar!

Y es que, aunque hablamos una vez más de Wuhan, una ciudad de más de 10 millones de habitantes, en la China en desarrollo resulta todavía muy común econtrarse con esta costumbre heredada de la economía de subsistencia, en la que todo se aprovecha, y cualquier recurso alimenticio bien utilizado supone una oportunidad para el ahorro de dinero, tiempo, y energía.

Se trata de una perspectiva económica que me resulta bastante familiar como habitante del pre-pirineo navarro, pues todavía hoy en día mi familia sigue comprando cerdos para hacer la mantanza e ir devorando su deliciosa anatomía durante el invierno.

Podría decirse que constituye casi un ritual que sirve de excusa para juntar a la familia y amigos, y estrechar lazos a base de compartir trabajo y una buena comida, merienda o cena. Además, no hay nada mejor para quedar bien con los vecinos o colegas que sorprenderlos con una buena chistorra, y resulta ideal para hacerse el rústico e impresionar a la gente de ciudad (aunque uno se haya escaqueado siempre de las labores).

De hecho, y esto lo digo totalmente en serio, el intercambio longanicil constituyó un episodio fundamental en la relación entre mi familia y la de mi novia china. Aunque al principio no le hizo mucha gracia nuestro emparejamiento, la madre de mi novia me regaló unas cuantas ristras bien congeladas antes de conocernos para mostrar su buena voluntad, y yo hice lo propio en cuanto me llegaron las chistorras conservadas al vació de mi madre.

Puede parecer una tontería, pero en un país con unos lazos sociales tan maltratados por las locuras de los políticos, el hecho de mantener este tipo de costumbres rurales supone una excusa ideal para conservar viejas relaciones y entablar nuevas, y constituye una vía de socialización muy digna de tener en cuenta en medio de las brutales transformaciones que atraviesan muchas de las grandes ciudades de China.

Aquí van unas fotos sacadas en diferentes puntos del país.

1- En Wuhan, de donde guardo la mayor cantidad de fotos.

(El niño captó rapidamente el riesgo de que les robara sus manjares al ver mi cara de hambre)

2- En Nanchang, capital de la provincia de Jiangxi

Preparando los tradicionales rellenos de pasta con cerdo de casa, en la casa familiar de un amigo.

3- En Changchun (donde las verduras se secan y se conservan en salmuera para comerlas durante el frío invierno)

4- Incluso en la moderna Shanghai

Cuidado los sensibles con la siguiente imagen, son unos conejos despellejados, también en Shanghai.

Y con esta foto, terrorífica para algunos y suculenta para otros, doy por finalizado este artículo. Espero que lo hayáis disfrutado y que os sirva para pensar sobre por qué a veces conviene mezclar el tocino, los chorizos, o las acelgas con la velocidad, la modernización o cualquier otro tema que queramos investigar.

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