Tropiezos en Beijing

Beijing es una ciudad muy interesante desde el punto de vista que se la quiera mirar: político, cultural, artístico, turístico etc. La plaza Tian An Men, la Ciudad Prohibida, el Palacio de Verano, la Gran Muralla China  son algunos de sus tantos atractivos imperdibles y notables. Vale con creces la pena visitarla y re- visitarla. Yo he ido tres veces y siempre me quedo con gusto a poco.

Pero como una de mis máximas es que “lo bueno es menos atractivo y divertido que lo bizarro”, acá les cuento algunas aventuras de lo difícil que también puede ser esta urbe ancestral.  Y es que Beijing, como toda gran capital, es una ciudad compleja. Aunque es segura, considerando que al igual que en toda China es difícil que se presencien robos o actos delictuales comunes, es quizás unos de los lugares del país que requiere más advertencias hacia el turista.
El principal riesgo es el clásico abuso hacia el extranjero, visto por algunos locales como una “bolsa de dólares” más que como ser humano. Y si para que suelte los “verdes” hay que recurrir a las artes del engaño, pues bien, ocurren “cosas” desde las más burdas hasta a las más sofisticadas.
Los taxis, por ejemplo, son del terror. Hay pocos y en muchas ocasiones cuando subes quieren eliminar el taxímetro y cobrar lo que les dé la gana. Unas cuantas veces, especialmente de noche me han –y a muchos como yo-  hecho bajar de los autos por no estar dispuesto a pagar la cantidad disparatada que piden por un trayecto corto. Algo bastante molesto en horarios cuando el Metro ya ha cerrado, porque no hay alternativas y las distancias no son caminables. En algún lugar me contaron que constituyen una verdadera mafia y que su escasez se debe a presiones del gremio que no dejan entrar más actores de manera de poder manejar las calles a su antojo. Por ello, si alguien está planificando su viaje a Pekín, le recomiendo andar en Metro mientras pueda y aunque sea muy congestionado. Ahora, si hay presupuesto o en caso de visitas grupales, mi sugerencia es contratar un chofer de día completo, lo cual  – dependiendo del número de personas con que se ande – puede ser incluso más económico que el taxi.
Un timo más sofisticado es el que me tocó hace unos años y comenzó así….
En abril de 2011, en un viaje con mi padre, tomamos un tour hacia la Gran Muralla China desde nuestro hotel. El bus nos pasó a buscar a tiempo y una joven guía china llamada Sally que hablaba un correcto inglés nos hizo subir. A continuación fuimos a recolectar a más visitantes de diferentes hoteles, para luego partir a nuestro destino. En el trayecto, la chica con un micrófono en mano contaba interesantes historias, anécdotas, bromas, hacía preguntas, en fin. Todo muy lúdico, típico y relajado.
Más tarde, llegamos a Mutianyu que es la subida más tranquila y orientada a los extranjeros para acceder a la muralla, con una linda ascensión en teleférico. Allá, también todo perfectamente organizado. El lugar bien mantenido, las vistas espectaculares, hasta el día estaba hermoso. Subimos y bajamos los altos escalones milenarios, recorrimos los fuertes intermedios y nos tomamos fotografías como todo turista. Impecable e inolvidable.
Ya de vuelta al bus con todos los pasajeros exhaustos y felices, Sally nos recordó que el tour incluía una ida a un lugar especial donde nos harían un masaje de pies oriental. Nada mejor de acuerdo a la exigencia física del paseo.
Y ahí comenzaron de a poco los problemas…. Eran como las 17:30 de la tarde y el tour debía terminar a las 18:30.  El camino a los masajes demoró hora y media o sea esta segunda actividad suplementaria comenzó pasada la hora que se debía acabar todo. Lo curioso es que muchos pasajeros le dijeron a la guía que estaban preocupados por la hora porque tenían otras actividades planificadas y, sin embargo, ésta les insistía que llegaríamos pronto, cuestión que no era efectiva. Por “alguna razón”, querían que a todos nos amasaran gentilmente los pies. Además, para ello cruzaron toda la ciudad siendo que hay SPA de masajes casi en cada esquina.
Finalmente y con la gente un tanto inquieta, llegamos al Centro Olímpico de Medicina Natural de Beijing – no recuerdo exactamente el nombre – pero era un edificio extenso con muchos pasillos, adornados con fotos deportivas que rememoraban momentos de las Olimpíadas que se habían celebrado en el 2008. Allí, nos hicieron pasar a una gran sala repleta de cómodos sofás individuales. Debemos haber sido unas cuarenta personas. Ya estando todos sentados, de pronto se presenta ante nosotros la directora general del centro que hablaba idioma laowai y nos habló de la importancia de la medicina china, desplegó un mapa de reflexología y nos indicó, como es bien sabido, que según ellos cada parte del pie representa un órgano interno del cuerpo humano que cuando es masajeado se estimula en su beneficio. Todo hasta ahí aceptable. Luego, entró el doctor Chan, “eminencia” jefe de los médicos supremos chinos que hizo otro speech en chino que debió ser traducido. Más tarde, el doctor Wong, especialista parasicólogo “orientalista” que también se explayó; el doctor Mo jefe, experto de la China interplanetaria que aportó y así, sucesivamente, no paraban de entrar uno tras otro, puros “híper destacados médicos chinos”. Todos los cuales se llevaban un, cada vez, menos entusiasta aplauso. Y la cosa se alargaba y alargaba, sin sentido.
Por fin, terminado el extenso preámbulo se anunció el masaje en sí y entró un ejército de chinos y chinas de blanco con una cubeta de agua tibia para depositar y relajar nuestros pies. El masaje duró sólo quince minutos, cuestión decepcionante y sin sentido, ya que normalmente debe ser de al menos cuarenta y cinco minutos. Pero bueno, el masaje fue y yo que tengo bastante experiencia en el tema, pues regularmente acudo a estos centros de reflexología, puedo decir con propiedad que los muchachos que nos atendieron sabían tanto de masajes en los pies como de literatura contemporánea en esperanto. Simplemente ¡¡¡mal!!
Mientras éramos “masajeados” las eminencias médicas chinas en sus blancas batas hipocráticas se detenían con cada uno de  nosotros dedicándonos su preciado tiempo para examinarnos. Nos tomaban y revisaban las manos y los pies. Sin pedirlo, nos entregaban un concienzudo diagnóstico ayudado por varios traductores. Escrutada mi palma con la línea de mi vida, el facultativo llegó a la conclusión de que tenía el hígado en estado putrefacto y si no me preocupaba de ello podía caer muy pronto postrado gravemente. Pero no me debía preocupar porque afortunadamente él lo había descubierto y por la magia de la medicina china me  curarían al poco tiempo. Entonces, extrajo su lápiz, anotó en una libretita la receta y me entregó dos cajas de comprimidos de vaya a saber uno de qué.  Su valor era de 3000 yuanes, algo así como 350 dólares (de la época), las dos cajitas. Y aunque aparentemente el valor era altísimo para un par de remedios, claro,  la vida de uno lo vale más. Sin embargo, yo decidí arriesgar la mía y rechacé el consejo médico, adivinando qué es lo que estaba pasando.
Miré a mi alrededor y los señores médicos y sus intérpretes lograban, de tanto en tanto, que algunos de los extranjeros asustados extrajeran sus billetes de a montones para pagar los milagrosos remedios. Otros se veían más que molestos.
Tras una hora eterna, la sesión terminó y fuimos subidos una vez más al bus que nos dejaría en nuestros respectivos hoteles. Mientras avanzaba, la gente comenzó a comentar y dilucidar lo recién ocurrido. Resulta que todos los que íbamos en ese vehículo estábamos desahuciados, éramos prácticamente almas en penas, zombis, una amalgama coincidente de enfermos incurables y terminales. Hígados descompuestos, cáncer, leucemia, riñones pulverizados, huesos barquillos, corazones a punto de dar su último latido. No importaba la juventud de algunos, todos y cada uno teníamos cavada nuestra tumba. Claro está, salvo el puñado de personajes que compró los comprimidos dos veces más caros que el mismo tour.
Hubo personas que pasaron un gran  susto y aún permanecían pálidos de la impresión, como un señor canadiense que estaba a nuestro lado. Su señora de origen hongkonés no podía más con su indignación. Nos contaba que el caballero recién había salido en su país de una riesgosa enfermedad real y que el diagnóstico del personaje del centro olímpico lo había perturbado.
Para colmo eran ya cerca de las 20:00 y el bus no avanzaba debido a que había un tráfico horrible, totalmente previsible y típico de la ciudad. Mucha gente tenía reserva de espectáculos o habían quedado de juntarse con otros amigos o familiares a comer y ya se había pasado la hora. A esa altura ya nadie sonreía con Sally. Entre la sensación de estafa y la inexplicable tardanza, los ánimos estaban crispadísimos. Unos gringos del fondo la comenzaron a increpar de forma agresiva, ella les respondía nerviosa y sin argumentos. Otros pasajeros exigieron que el bus se detuviera y tomaron Metro porque ni soñábamos estar cerca de la zona de hoteles. Claramente la alegría del paseo a la muralla se había diluido.
Y así termino este extraño día. Espero pronto contarles otra más que nos ocurrió en la capital política de Zhongguo

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