¿Por qué elegiste Wuhan?

Todavía me lo siguen preguntando a menudo, y en mis desvaríos de sociólogo he llegado a calcular que más o menos uno de cada cuatro chinos la formula al enterarse de que mi primer destino en su país fue la capital de Hubei. De hecho, es bastante habitual que los propios wuhaneses me planteen la pregunta, y que lo hagan con cierto tono de incomprensión, como si eso de elegir su ciudad a modo de asentamiento solo pudiera deberse a la ignorancia, a la incapacidad económica, o a oscuras e innombrables intenciones.

No sería hasta pasados un par de meses de mi llegada, cuando la chica china con la que había comenzado a salir, y con la que convivo en estos momentos, me revelaría el lugar que guarda dicha ciudad dentro del imaginario chino: “a los chinos no nos gusta mucho Hubei, a los de Hubei no nos gusta Wuhan, e incluso mucha gente de Wuhan odia esta ciudad”.

Fascinado por la posibilidad de que hubiese ido a parar a uno de los lugares más repudiados del país, me puse a indagar sobre los tópicos relativos a esta zona geográfica, y me encontré con el siguiente dicho popular, conocido a lo largo y ancho de China: “en el cielo mora un ave de nueve cabezas; en la tierra, está la gente de Hubei”. Fue entonces cuando se me hizo patente que, naturalmente, los chinos están lejos de tener una visión homogénea de su carácter o identidad nacional, y que la provincia que me acogió no figura precisamente como una tierra habitada por gente ejemplar.

Si lo tuviera que expresar de forma amable, diría que dicha caracterización se debe a sus reconocidas habilidades para los negocios. Pero si lo tuviera que expresar de acuerdo con la forma popular, simplemente diría que no son vistos como gente de fiar, y que hay que andar con cuidado de que no te la metan doblada.

Vamos a ver. No es que los chinos se imaginen a la gente de Hubei como gente de naturaleza maligna, y es muy probable que los extranjeros que estudian y trabajan en las numerosas universidades de su capital estén encantados con la amabilidad de los estudiantes locales, como me ocurría a mí cuando vivía en el Campus de la Universidad de Wuhan. Sin embargo, también es de esperar que se comparta una impresión bastante dudosa sobre el carácter de las personas de edad madura.

La generación que pasa de los 60 años se queda fuera de este “grupo de riesgo” porque es aquella que vivió de forma más directa los años duros del maoísmo, y a pesar de que su nivel educativo es más bajo, normalmente tienden a andarse con ojo al tratar con sus semejantes, no vaya a ser que Mao todavía los esté controlando desde un búnker.

Por eso, según mi experiencia, el verdadero protagonista del polvorín social de Wuhan serían los cuarentones y cincuentones de la generación anterior, es decir, aquellos que vivieron la llamada “política de apertura” de los 80 como el pistoletazo de salida para ponerse a ganar dinero como sea, y lo cierto es que tienen muchas razones para estar quemados con su vida en la ciudad.

Para empezar, muchos de ellos tuvieron que mudarse a la ciudad para encontrar trabajo, ya que a excepción de Yichang, que acoge la famosa Presa de las Tres Gargantas, y pocas ciudades más, el resto de Hubei depende prácticamente del cultivo de arroz y del pescado de río que se cría en la infinidad de embalses y lagos que salpican la geografía local.

Es decir, gran parte de los habitantes de la actual Wuhan son campesinos que han ido llegando en oleadas de cientos de miles, y lo han hecho principalmente para ofrecer un futuro mejor a sus familias. En muchos casos, padres y madres se ven forzados a dejar a sus hijos en casa con los abuelos y pasar casi todo el año trabajando en lugares que ofrecen mejores oportunidades económicas.

Este flujo constante de migración ha hecho que Wuhan sea hoy una ciudad de unos 10 millones de habitantes, un número que supera con creces lo que su nivel de infraestructura puede soportar. Y aunque la burbuja inmobiliaria a multiplicado los proyectos de construcción de viviendas (muchas de ellas tan tristemente vacías como las españolas), entre las familias de la ciudad impera una atmósfera de competencia y lucha continua por acceder a unas condiciones de vida dignas.

Una de las consecuencias más visibles de este problema es el enorme nivel de actividad social y económica que llena las calles, la cual puede constituir todo un reto de adaptación para nuestro sistema nervioso, especialmente si tenemos en cuenta el cuestionable nivel de organización y la fragilidad de los valores cívicos con los que se trabaja y se convive en el día a día.

Para que os hagáis una idea del asunto, aquí van unas fotos bastante ilustrativas de lo que se puede uno encontrar por las calles de Wuhan en una jornada cualquiera: (La mayoría de ellas están sacadas a menos de 100 metros del lugar donde vivía)

1- Un nivel de tráfico y de despropósitos al volante que da miedo verlo.

2- Transeúntes circulando con “sobrecarga” de equipaje.

3- Motos conduciendo por la acera y pitando sin parar para que les abras paso.

4-«Emprendedores» que montan su taller en plena calle y se ponen a soldar o a darle a la sierra de disco sin miramientos por quienes pasen por su lado.

5- Vecinos que deciden que el cacho de acera de la puerta de su casa es para su uso.

6- Tendidos eléctricos de película de terror.

7- Basura y chatarra acumulada en lugares de tránsito.

8- Multitud de obras y demoliciones en las que se trabaja 24 horas al día.

9- Lugares de ocio siempre abarrotados de gente.

10- Colas hasta para comer comida basura.

11- Y para colmo, de postre esto…

(Eso era una broma, pero el cartel es verídico y corresponde a un puesto en una calle cercana)

Ahora bien, además de estas constantes de la vida en la calle, tenemos que incluir dos factores ambientales de igual o mayor importancia.

El primero de ellos es el clima, que puede variar desde unos 0º C. muy húmedos y difíciles de combatir por la mala calidad de las viviendas, hasta los insoportables 40º C del verano.

El segundo son los olores, que te golpean en las narices con la fragancia de los humos de los autobuses diésel, los basureros, el aceite de cocinar que se pudre en los desagües, o el tofu apestoso cocinado en la calle.

Así pues, si es verdad lo que decía el sociólogo Georg Simmel, y resulta que el exceso de estímulos de las grandes ciudades hace que sus habitantes desarrollen una actitud de indiferencia o blasé hacia su entorno, lo que ocurriría con los wuhaneses es que se ven obligados a desarrollar una especie de “super-pasotismo” a modo de defensa psicológica, ya que de otro modo acabarían exhaustos solamente con salir a comprar el periódico.

Y esto último es precisamente lo que me ocurría a mí en muchas ocasiones, ya que al provenir de un pueblo de apenas 4000 habitantes, el simple hecho de bajar a la calle bajo un calor asfixiante y enfrentarme a los incesantes pitidos de las motos por las aceras, así como al polvo levantado por las obras de alrededor, hacía que me subieran el nivel de ira homicida hasta topes insospechados.

Pero lo peor llegaba cuando me veía a mi mismo al borde de la explosión de nervios y descubría que el motorista o el oficinista de turno ni se inmutaba, e incluso sonreía como preguntándose “¿qué leches le pasa a este extranjero loco?” Es más, aun cuando acababa reventando y montando una bronca espantosa, los tíos podían simplemente esperar impasibles hasta que se me pasara el calentón, y una vez terminado el show, continuaban a lo suyo como si nada.

Recuerdo que, especialmente en verano, a menudo me solía preguntar: ¿por qué demonios habría venido a esta ciudad? Entonces me consolaba con el argumento de que mi objetivo era investigar la China en desarrollo, y de que Wuhan era, sin duda alguna, un sitio ideal para ello.

Pero lo curioso es que, ahora que vivo en otra ciudad un tanto más tranquila y cómoda, todavía me sorprendo a mí mismo comentando a mis amigos lo llena de vida que estaba Wuhan, y lo divertido que podía resultar salir a dar un simple paseo, porque siempre ocurría algo curioso. De vez en cuando explotaba una fábrica, cada semana se producían accidentes entre todo tipo de vehículos imaginables, y cuando ibas por la calle, de pronto, unos señores se ponían a discutir a grito pelado, como a punto de saltar a zurrarse mutuamente, pero súbitamente se calmaban y te dabas cuenta de que solo estaban “conversando” animadamente.

Bueno, pensándolo mejor, quizás estoy mejor en otra ciudad, ¿no os parece?

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