Allanando la morada del vecino

China cambia rápidamente. No sólo lo vemos en los rascacielos que de repente aparecen en un lote que estaba vacío hace un par de semanas, sino en la cultura, en el día a día. Ya antes he escrito que en quince años vi morir la costumbre de bajarse de la bici, extensión de una costumbre más antigua de bajar del caballo para mostrar respeto antes de entrar a un palacio. Pero los ejemplos son muchos: hace menos de dos décadas, las expresiones románticas en público eran rarísimas, así como ver a una mujer fumar. La apertura a lo productos extranjeros ha hecho que en poco tiempo se hayan asimilado a la dieta de mucha gente (por lo menos de forma casual) cosas como aceite de oliva, café, quesos y un sinfín de cosas más, cuando en los 80s ver una Coca-Cola era casi un espejismo.

Las actitudes cambian y esto desde luego es más fácil de ver en las ciudades, donde el fermento y la velocidad de cambio son mucho más acelerados que en el campo. Cuando vivía en Dongyang en el 2000, no me parecía raro en absoluto el ver que varias personas se levantaran de sus asientos al mismo tiempo, para ofrecérselos a ancianos que subían al autobús; el choque fue más bien cuando empecé a vivir en ciudades grandes, cuando vi que nadie lo hacía. Quince años después, en base a intensas campañas de concientización, lo están empezando a volver a hacer en lugares como Shanghai.

Sístoles y diástoles.

Pero hay cosas que, como en otros países, probablemente se estén perdiendo para no regresar: la “mentalidad rural” o de comunidad pequeña, en la que todos los vecinos se conocen y tienen bastante confianza unos con otros. Voy a referir un ejemplo.

En 2006 vivía yo en Hangzhou, en un grupo de edificios que forman un pequeño barrio y que son tan comunes en China. No es que conociera bien a mis vecinos, pero claro que todos sabían del extranjero que vivía en el quinto piso e intercambiábamos los saludos cordiales que son de esperarse.

Un día, me despertó una gota de agua fría en la cara. Y luego otra y otras cuantas más. Al abrir los ojos vi que mi techo estaba totalmente húmedo y que parte de mi cama estaba ya muy mojada. Los vecinos de arriba tenían problemas, así que en pijama salí a tocar su puerta, después de poner un balde sobre mi cama. Mis vecinos del cuarto de arriba eran una pareja joven a quienes casi no veía entrar ni salir y en esos momentos no abrieron. No estaban. De modo que toqué la puerta de otro vecino y le expliqué la situación; el hombre entró en mi casa antes de que yo le pudiera decir siquiera que me esperara para recoger un poco, vio el problema y rápido le habló al portero. El portero llegó igual de desmañanado que nosotros dos, entró a mi casa igual de fresco y nos dijo que subiéramos para abrir la puerta de mis vecinos con su llave maestra.

Para estos momentos, por supuesto, ya habían salido los vecinos de otros cuatro apartamentos y la conmoción era mayúscula. Cuando abrió la puerta el portero, vimos que la estancia estaba completamente inundada, pero que tampoco era su culpa: el agua estaba cayendo casi a chorros por varias goteras en su techo. De modo que el portero subió al séptimo y último piso a encontrar a los culpables, mientras que en el sexto pasó algo sorprendente: todos los vecinos se metieron de inmediato con trapeadores y cubos a empezar a lidiar con la inundación. Yo me uní al corro, por supuesto.

Mientras estábamos así, levantando cosas del suelo, secándolas y poniéndolas sobre mesas, y fregando a toda velocidad, llegó el portero para decir que tampoco había nadie en el séptimo. Me dijo en especial a mí que subiera con él para ver el problema, que era una tubería rota en el baño. Yo, como buen laowai despistado, hacía todo lo que me decían pero estaba extrañamente encantado con la reacción colectiva. Ocupamos a dos vecinos más para que el portero bajara hasta los controles de agua en el sótano y empezara a cerrar unos y otros, gritando a ver cuál era el correcto, en una especie de telégrafo de gritos que, imaginará el lector, pusieron a todo el edificio como un hormiguero en conmoción, con más vecinos llegando a ambos apartamentos con más cubos, herramientas y consejos no pedidos.

Finalmente todo quedó listo. La vecina del séptimo fue notificado por alguien que tenía su móvil y agradeció la ayuda; pero a la pareja del sexto no pudimos hallarla, así que dejamos la estancia y la recámara llena de cubos y baldes bajo las goteras que aún tardarían en secar.

Ahora, alguien que llega a su casa y la encuentra llena de cubos de agua estratégicamente colocados, tiende a alarmarse un poco. Por la tarde llamaron a mi puerta y al abrirla vi que era el matrimonio joven del sexto piso, acompañados del vecino que les había dicho que yo era el héroe del día, o sea quien había dado la alarma. Me dijeron que se habían asustado al llegar a casa pero que al enterarse de lo sucedido, ya calmados, fueron a comprar canastitas de frutas para todos los involucrados, o sea todos los que habíamos entrado sin permiso a su apartamento.

Este tipo de acontecimiento me parece, en tan sólo diez años, cada vez más difícil de ver. Desde entonces me he cambiado un par de veces y mis vecinos, todos gente joven, no tienen ese tipo de actitud. Los inquilinos del edificio donde me pasó eso eran todos gente mayor, con excepción mía y del matrimonio joven. De hecho he visto cosas más o menos parecidas y la respuesta de gente más joven no es tan abierta ni tan inmediata como la que he referido.

Con esto, por supuesto, no quiero hacer una generalización inadecuada. En China sigue pasando esto —sobre todo en ciudades más pequeñas— de forma mucho más común que lo que conozco en Occidente. El entrar a la casa de alguien de esa forma parecería un atropello imperdonable en otro lugar, pero grandes proporciones de la población china aún conservan esa mentalidad comunitaria a la que me referí antes.

Justo el otro día, rumbo a un café-panadería, mi niña de tres años saltó como todo niño normal, con ambos pies en un charco de agua enorme. Cuando llegamos al lugar, después de pedir su taza de leche caliente y su pan, le quité los zapatos y los calcetines, que estaban empapados. La mujer que hace la limpieza —una mujer mayor— me vio tratando de secar los calcetines con servilletas. Cuando acabamos el pan y la leche, la mujer se acercó a nuestra mesa con un par de calcetines para niña, nuevos. Había salido a una tienda cercana para comprarlos y se apresuró a dármelos sin aceptar nada a cambio por más protestas que hice.

Claro, al día siguiente volvimos con su canasta de frutas.

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