Doña Alta y Don Bajito: una historia de amor en tiempos complicados.

Por Feng Jicai
 
1.
Supón que tienes un pequeño árbol en tu patio y estás acostumbrado a la sensación de su tronco liso. Si un día el tronco se torciera y su superficie se arrugara, te parecería extraño en verdad, pero a medida que pasa el tiempo también te acostumbrarías y pensarías que así es como siempre debía haber sido. Si de repente volviera a enderezarse, seguro estarías consternado: ¡un tronco liso y derecho, qué aburrido! En realidad el tronco habría regresado a su forma original, así que ¿porqué enojarse?
 
¿Es esto lo que se llama hábito? No hay que menospreciar su fuerza, porque afecta a todas las cosas bajo el sol. Y aunque no es una ley estricta que deba ser observada, el ir en contra de él es estar buscando problemas. No te quejes tampoco si influye tanto que lo sigas sin pensar siquiera. Por ejemplo, ¿haces alarde de tu posición frente a tus superiores? ¿Dices tus opiniones sin ton ni son frente a cualquiera? Al tomar una foto de grupo ¿haces a un lado a los famosos para colarte y sonreír frente a todos? No lo haces, claro que no. Pero por otro lado, ¿escogerías a una esposa diez años mayor que tú, o veinte centímetros más alta? No te apresures para responder.
2.
Ella medía veinte centímetros más que él. 
 
Con una estatura de 1.75, ella parecía una grulla caminando entre los pollos comparada con casi todas las otras mujeres. Y su marido, con poco más de 1.50, se había ganado el apodo de ‘el Bajito’ desde sus días de universidad. A duras penas su testa llegaba a los oídos de ella pero daba la impresión de que fueran dos cabezas de diferencia entre ambos.
 
Y veamos sus apariencias. Ella era de piel seca y de complexión delgada, con una cara como una raqueta de ping pong sin barnizar. No era fea, pero sus facciones no eran en absoluto prominentes, como si las hubieran tallado en bajorrelieve; y su cuerpo era igual de plano: por enfrente y por detrás parecía una tabla de lavar ropa. Su esposo, por otro lado, era como un muñequito de plástico, de esos que se ven sólidos, coloridos y radiantes. Todo en él – sus piernas, sus dedos, sus labios y nariz – era rechoncho, y tenía una piel suave y una complexión que brillaba con la grasa y la sangre que corría bajo ella. Sus ojos eran como dos focos pequeños, mientras que los de su esposa eran como canicas vidriadas. Simplemente no embonaban, el contraste era excesivo. Pero así y todo, eran inseparables.
 
Un día, una de las familias del vecindario estaba cenando. El abuelo, ya entrado en copas, puso en la mesa una botella alta y vacía, al lado de un pedazo de carne de puerco, diciendo, “¿A quiénes les recuerda?” Todos entendieron que se refería al matrimonio que vivía en el piso de abajo y la familia entera estalló en carcajadas.
 
¿Qué había juntado a una pareja tan dispar?
 
Esto era tdo un misterio para las docenas de familias que vivían en la vecindad de Unity. Desde el mismo día en que la pareja se había mudado aquí, todos los vecinos los habían empezado a ver con curiosidad. Algunos mantenían la duda en sus cabezas, mientras que otros la transformaban en palabras: las lenguas empezaron a soltarse. En especial en época de lluvia, cuando ambos salían juntos y era Doña Alta la que llevaba el paraguas, aunque si algo se les caía era Don Bajito quien lo recogía. Algunas viejas veían esto y reían abiertamente, encontrándolo en extremo cómico pero dando mal ejemplo a los niños del barrio que empezaron a reír también y a gritar chanzas como, “’¡Ahí van Garrocha y Taburete!” Pero la pareja hacía oídos sordos y nunca se enojaba y quizá por esta razón de no perder los estribos, sus relaciones con los vecinos eran más bien frías. Los menos oficiosos simplemente inclinaban la cabeza, saludando así al pasar. Esto hacía aún más difícil paraa los chismosos el poder enterarse de más intimidades. Por ejemplo ¿cómo se habían conocido? ¿Por qué se habían casado? ¿Quién mandaba en casa? Así, que tenían que contentarse con especular.
 
Vivían en una vecindad vieja, con pisos espaciosos y bien iluminados, y pasillos oscuros. En el centro había un gran patio y a la entrada una pequeña portería. El hombre que vivía en ella era un sastre de buen corazón, pero su esposa que parecía nunca cansarse, gustaba de ir y venir con todos los vecinos y entrometerse en la vida de todos. Lo que más amaba era enterarse de los secretos de todo mundo: sabía cómo se llevaban todos los matrimonios de la vecindad, porqué peleaban las cuñadas, quién era un mantenido y quién era trabajador, y el sueldo mensual de todos ellos. Si había algún dato que no tuviera claro, no dejaba piedra sin remover hasta encontrar la verdad. ¡La sed de conocimiento hace sabios a los ignorantes, dicen! Y en este aspecto ella era toda una sabia. Analizaba las conversaciones, miraba los movimientos y sabía lo que pensaba la gente. Usando su aguzada nariz sabía quién estaba cocinando puerco o pescado y de ahí hacía deducciones de sus ingresos. Por alguna razón, desde los 60s, todas las vecindades habían siempre escogido a una persona de este tipo como ‘activista’, dándoles un estatus semi-legal para poner las habilidades de estos metiches a buen uso. Pareciera que al Creador no le gusta desperdiciar el talento.
 
 Y aunque esta portera era infatigable, todos sus intentos por saber cómo se había casado esta extraña pareja que pasaba frente a ella todos los días, habían resultado vanos. Esto la frustraba sobremanera y se había convertido en un tremendo reto personal. Con el tiempo, haciendo gala de sus poderes de deducción, había llegado a una explicación plausible: uno de los dos debía tener una deficiencia mental. De otra forma, razonó, nadie podía casarse con alguien con una cabeza de diferencia en la estatura. Su argumento era que, tras tres años de matrimonio, aún no tenían hijos. Los vecinos de Unity aceptaron esta brillante hipótesis.
 
Pero los hechos son inclementes. La portera fue desmentida de forma categórica cuando todo mundo se dio cuenta un día que Doña Alta estaba obviamente en estado de gravidez. Día con día su vientre se veía crecer, y quizá el hecho de que estuviera tan alejado del suelo lo hacía incluso más evidente. Y a pesar del asombro, bochorno y dudas del vecindario, dio a luz a un hermoso y sano bebé. Ahora, cuando hacía calor o llovía y la pareja salía a pasear, el deber de llevar el paraguas recaía sobre Don Bajito, que se afanaba cómicamente con sus piernas cortas y regordetas, caminando detrás de su esposa con el paraguas en alto. Los vecinos seguían tan intrigados como antes y siguieron con sus conjeturas, pero no había modo de confirmar ninguna de ellas.
 
La portera dijo, “Esos dos seguro tienen algo que ocultar. Si no, ¿por qué se la pasan sin hablar con nadie? Pues su secreto tendrá que salir a la luz un día, ya verán.”
 
Y una noche, efectivamente, pasó que se oyó el ruido inconfundible de platos al romperse, viniendo de la casa de la extraña pareja.
 
 
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O LEER RESTO DE LA HISTORIA…

 
 
 
Feng Jicai nació en 1942 en Tianjin y tiene una historia curiosa. En la escuela de niño descuidaba sus lecciones por estar dibujando en sus cuadernos. Al salir de secundaria se unió al equipo representativo de baloncesto de su ciudad, donde fue la estrella. Pero después de una lesión tuvo que reitrarse y regresó a su amor por la pintura, donde también destacó como copista (hizo una reproducción de Qingming Shang He Tu, entre otras). Más tarde, a fines de los 60s llegó a ver a la pintura como muy restrictiva y empezó a escribir, completando su primera novela histórica en 1977. Desde entonces ha cultivado además el cuento corto y el ensayo, y se ha convertido en figura internacional además de ser presidente de la Asociación de Escritores de China.

 

 
 
 
Originalmente publicado en: L MND S XTRÑ
 
 

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