El enemigo no es China

Mi madre lleva más de 30 años trabajando en una fábrica de mobiliario para jardín y playa. Nació y se crió en un caserío junto a otros cuatro hermanos y tres hermanas, en pleno Baby Boom de posguerra, y siempre sonríe cuando recuerda la gran ilusión que les hacía repartirse una tableta de chocolate, o unos simples plátanos, todo un manjar exótico durante su niñez.

Pero también se acuerda muy bien de aquellas campañas de caridad por la pobreza en China, motivada por las terribles sequías y la política económica de Mao Zedong, aunque en aquel momento las causas importaran más bien poco a los chavales de Sunbilla (Navarra). Ahora que a mi madre se le acerca la hora de jubilarse, apenas puede creer que una fábrica de ese mismo país esté a punto de llevar a la quiebra a la empresa a la que ha entregado tanto esfuerzo durante décadas.

Durante los años dorados de la empresa, sus trabajadores habían gozado de uno de los salarios más altos de la zona de Cinco Villas, e incluso se las habían arreglado para garantizar un sistema propio de becas universitarias  a sus hijos, que disfrutamos tanto mi hermano como yo.

A los trabajadores de la fábrica ni siquiera les hizo falta afiliarse a uno de los principales sindicatos de la zona, porque la antigua costumbre de reunirse y discutir los asuntos que afectan a los vecinos bastó para crear un comité de trabajadores lo bastante concienciado como para sacar adelante sus demandas.

Pero en los últimos años las cosas han cambiado drásticamente. Tras un recorte salarial del 25% hace poco más de 5 años, ahora llega otro con el que la empresa pretende restar un 15% a la retribución mensual. Como es natural, gran parte de la plantilla ha rechazado la medida de la empresa, e incluso se habla de llevar a la empresa a juicio por exigir unos recortes que quizás “los números” no respaldan.

Las razones aportadas por la empresa son muy claras: hay una compañía en Cantón que les está “copiando” algunos modelos y los está vendiendo a un precio contra el que no pueden competir. Mi madre, que de tonta no tiene un pelo, no pasa por alto que la empresa ya lleva años comprando telas a una fábrica de las afueras de Shanghai, y sospecha de lo que pueda estar cociéndose. “¿No será que el director y los socios se han cansado de trabajar aquí y están moviendo la producción a China?”, se pregunta en ocasiones. Por otra parte, como ha solido apuntar en más de una ocasión, eso de “copiar” los diseños a otras empresas ya lo llevaban haciendo ellos desde hace años.

Mi intención no es acusar a los directivos de estar engañando a sus empleados, pero estoy seguro de que más de un lector ya se está acordando de algún otro caso similar, en el que la “competencia china” sirvió o está sirviendo de excusa para forzar a los trabajadores a asumir condiciones desfavorables o la propia pérdida de sus puestos de trabajo.

Pensando sobre ello, me llegan a la memoria las grandes protestas protagonizadas por los trabajadores de Volkswagen-Navarra en los años 2005 y 2006, cuando decidieron decir basta a las continuas amenazas por parte de la dirección sobre la supuesta ineficiencia de la fábrica y su posible desplazamiento a otro país.

En realidad, la empresa de Landaben ya era una de las mejores de todo el grupo en aquellos años, y finalmente fue la propia sede central de Alemania la que se encargó de “largar” al entonces director en Navarra por sus escasas dotes de negociación. Esto lo sé porque fui uno de los encargados de reimplantar el proyecto de mejora del clima laboral de la fábrica desde noviembre de 2008 hasta mayo de 2009, cuando pasé a trabajar como investigador de la Universidad Pública de Navarra.

Hace años ya que Volkswagen se asoció con empresas chinas como FAW para producir sus modelos en el gigante asiático y aprovechar su enorme mercado, pero los chinos que se lo pueden permitir prefieren comprar un Golf importado de Europa, y lo mismo ocurre con otras tantas marcas que ya se producen en China, porque, al fin y al cabo, llevarse la producción a un país en desarrollo no es tan sencillo como nos quieren hacer creer.

Por eso cuando volvamos a encontrarnos con la noticia de que X compañía ha decidido mover su producción a China o a Vietnam, y nos expliquen el hecho aduciendo razones como la de “la eficiencia de la mano de obra local”, o nos encontremos con comentarios como “los chinos trabajan más duro”, conviene que nos paremos a preguntarnos lo que eso significa.

¿Quién obliga a las empresas a mover sus fábricas a otros países con mano de obra más barata?

Algunos responderán que es el mercado, esa entelequia que parece haber cobrado vida propia a base de restarnos autonomía reflexiva, la que “fuerza” a las empresas a realizar estos “movimientos” con el fin de seguir siendo competitivas en el mercado global.

Pero, ¿acaso esas empresas no se han visto beneficiadas por las infraestructuras que todos los contribuyentes hemos costeado a nivel nacional? ¿Acaso no les deben nada a los millones de familias que han contribuido con su sudor a “levantar” el país? ¿Y qué hay de los trabajadores que les han dedicado décadas de esfuerzo y compromiso?

Ya me gustaría saber cuántas de esas empresas que componen esa “Marca España” se mantienen leales al compromiso de crear empleos para los millones de ciudadanos que contribuyeron a crear el “contexto de desarrollo” en el que crecieron, y cuántas de ellas no fueron creadas directamente a través de inversión pública, esa que se acumula sobre todo a cuesta de los que menos tienen.

Pero no, el enemigo son los chinos, y toda esa gente en el mundo que es forzada a trabajar en condiciones de semi-esclavitud por sus regímenes con el fin de atraer el interés de ese producto de la sociopatía que son las multinacionales, desde la flamante Apple hasta Zara, por citar dos de las marcas que han llegado a colarse en el espacio de nuestra identidad personal.

Mientras tanto, en el nivel académico, y no digamos ya en el nivel de los medios de comunicación, no cuesta demasiado toparse con esa visión, tan fácil como sospechosa, de que los asiáticos trabajan hasta morir de agotamiento porque su cultura guarda “ciertos elementos éticos del confucianismo”, cuando en realidad lo que de verdad mantiene a China en esos niveles de esfuerzo es el férreo autoritarismo arraigado y reproducido durante siglos.

Es cierto que durante gran parte de la historia de China sus autoridades reprodujeron un tipo de legitimidad más bien “técnica”, que los obligaba, y los sigue obligando, a garantizar cierto nivel de prosperidad a sus ciudadanos, o al menos la esperanza o el “el sueño” de alcanzarlo algún día. Sin embargo, dudo mucho de que ese nivel de autoritarismo que los actuales líderes han heredado de la etapa imperial se pudiera mantener indefinidamente si no fuera por el alto precio a pagar por rebelarse, y de no ser por el empeño de los que hacen uso de la “historia” y la  “cultura” de China como un mecanismo para dominar a la clase trabajadora.

Y es que por mucho que nos adornemos y nos diferenciemos a través del consumo, mientras no poseamos los medios de producción, tanto en Bilbao como en Shenzhen, seguiremos siendo clase obrera, trabajadores de cuello blanco, de cuello azul, o aquella categoría que mejor nos suene, pero en definitiva, nada más que “desposeidos” dentro del sistema de producción capitalista.

Nuestro gran error ha sido pensar que eramos una clase media, que eso de la clase trabajadora internacional era un rollo para pobres, y que lo que molaba era formar parte de una nueva potencia económica, cuando en realidad a las grandes empresas se la suda el espíritu patriótico. Ellas sólo se hinchan de patriotismo cuando necesitan que sus “paisanos” suden o sangren por ellas, y hasta entonces: si te he visto no me acerdo.

Ya no nos podemos permitir el lujo de olvidar que nuestras élites políticas, en España como en China, están sobre todo al servicio de las grandes empresas, y tenemos que estar lo suficientemente alerta como para ver que esas élites no dudarán en contarnos el cuento del neo-liberalismo, el comunismo, o el “ismo” que sea con tal de tenernos bien disciplinados y discutiendo sobre aquellos temas que no afectan directamente a sus intereses.

Por todo ello, la próxima vez que os vengan con el cuento chino, imaginaos lo que está ocurriendo de verdad: imaginaos al líder local chino y miembro del Partido Comunista emborrachándose junto al empresario español, igual de bocazas, pero en versión neo-liberal; imaginaos a los dos haciendo chistes sobre sus empleados mientras brindan con el Whisky más caro y les rodean varias “mujeres de compañía”; imaginaos a los dos acordando de forma más o menos explícita las condiciones en las que se va a trabajar en sus nuevas fábricas. Porque eso es lo que está pasando.

A ellos les importa un bledo sus principios ideológicos, y son incapaces de comprometerse por aquellas personas a las que representan o a las que se dirigen para promover sus objetivos. Ellos son la calaña sin principios que repele en lo más profundo de la dignidad humana, sin importar la cultura o al credo al que pertenezcamos. Ellos son el mayor obstáculo para nuestro principal reto en el Siglo XXI: crear una conciencia de ciudadanía global libre y comprometida con los problemas que nos afectan a todos. Ellos son nuestra barrera. Ellos son el enemigo.

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