El tren es mi medio de transporte favorito en China, aunque lo es casi por eliminación, porque (1) viajar en coche y en autobús en China puede ser una locura no apta para cardíacos, (2) soy un auténtico patán conduciendo cualquier vehículo, y (3) paso más miedo en el avión que una monja en un concierto de Cannibal Corpse.
Pero, aunque es cierto que muchas veces elijo el tren por evitar viajar en avión, lo cierto es que lo suelo disfrutar mucho, y todavía me excito bastante cada vez que tengo que coger uno (espero que eso no haya sonado raro a mis colegas latinoamericanos).
Puede que suene algo cursi, pero creo que en nuestro imaginario todavía le otorgamos una pizca de magia y romanticismo a este histórico medio de transporte. Y es que al realizar un trayecto largo en tren, uno recupera esa experiencia ya casi perdida de disfrutar del propio viaje en sentido estricto, es decir, del desplazamiento desde el punto A al punto B.
Si entendemos el hecho de viajar desde este punto de vista, no hay duda de que el tren resulta el transporte ideal, ya que es el que ofrece un mayor confort y mejores posibilidades de disfrutar del recorrido, permitiéndole a uno quedarse embobado con el paisaje (no lo probéis en moto, por favor), o interactuar con los demás pasajeros con soltura.
Como muchos de vosotros sabréis, China es un país muy avanzado en materia ferroviaria, y posee y la red de vías de alta velocidad más larga del mundo, pero hoy no voy a hablar de sus modernos trenes, que apenas se diferencian de los que existen ya desde hace décadas en Occidente, sino de esas líneas más bien de tercera en las que todavía existe la opción de dormir en un vagón litera.
Mi primera experiencia en un tren de este tipo la tuve apenas el tercer día de haber llegado a China. Tras un viaje en avión larguísimo, y con una resaca desquiciante por la fiesta de despedida, me había permitido un par de días en Pekín para recuperarme y hacer alguna visitilla turística antes de dirigirme a Wuhan.
Ya me había encargado de reservar el billete desde una página de internet una semana antes, y como pagué un pequeño extra más para que lo imprimieran y me lo mandaran al albergue, no tuve que preocuparme más que de ir a la estación de tren y esperar a que saliera mi tren. Por delante me esperaban 10 horas de viaje en un tren de categoría T, que es de las más bajas, aunque yo no tenía ni idea de lo que aquello suponía.
Cuando entré en la estación me limité a seguir las indicaciones para llegar al andén de mi trayecto, que son bastante claras en cualquier estación de China y no dejan lugar a dudas si uno las lee con calma y atención. Según me acercaba al área de espera correspondiente, fui percibiendo cómo la presencia de ciudadanos de clase social alta disminuía a medida que aumentaba la proporción de campesinos y trabajadores migrantes, rodeados de todo tipo de bultos cada cual más curioso.
Recuerdo que mientras esperaba en medio de la enorme sala llena de gente, me paré un momento a pensar sobre si podría o no acostumbrarme alguna vez a vivir en un país superpoblado hasta esos niveles, y eso que aquel día había mucha menos gente que la que puede juntarse en las vacaciones de año nuevo, cuando se repite el mayor movimiento migratorio de seres humanos del mundo.
También me acuerdo de que durante la espera de cerca de una hora, se me acercó un señor de unos cincuenta años que a todas luces parecía un indigente, aunque su intención no fue la de pedirme dinero, como yo esperaba, sino la de practicar un poco de inglés con ayuda de un viejísimo librito que guardaba entre sus pocas posesiones.
En cuanto al propio viaje, fue una experiencia que recordaré toda mi vida, y no lo digo porque me tocara viajar en los asientos de más baja categoría, porque, a fin de cuentas, me podían haber agenciado un ticket para viajar de pie, y ni me habría enterado hasta entrar en el vagón. Lo digo porque esas 10 horas de viaje en tren fueron las que más rápido se me pasaron entre los muchos viajes de este tipo que he realizado en China, y eso que entonces no sabía más que decir hola y gracias en chino.
La clave que explica lo ameno de aquel viaje reside en la compañía que tuve a mi alrededor, y sobre todo en la actitud de los dos jóvenes que viajaban en los asientos de enfrente, quienes me trataron como a un familiar, ofreciéndome todo tipo de “delicias” locales y cantidades ingentes de cerveza china durante todas aquellas horas sobre las vías.
De hecho, la primera vez que los vi con sus melenas largas, su ropa un tanto llamativa, y sus tatuajes, me entró cierto temor de que no fueran gente de fiar, pero luego me acordé de cómo vestía yo apenas 5 años atrás, y en cuanto surgió la primera excusa para romper el hielo, descubrí que eran unos chavales de lo más agradable.
Por cierto, desde aquel día no he vuelto a ver jóvenes con su aspecto en China, y en ocasiones me he llegado a plantear que quizás eran inmigrantes de otro país o miembros de algún otro grupo étnico, aunque tampoco es un detalle importante.
El caso es que, aún sin poder comunicarnos verbalmente, nos lo pasamos muy bien cerveceando y tratando de descifrar mediante gestos lo que queríamos decirnos, tanto que varios de los pasajeros más curiosos a nuestro alrededor se sumaron a la “conversación” durante diferentes tramos del viaje. A mi me daba mucha gracia ver cómo reaccionaban quienes nunca habían visto un extranjero como yo, y ellos se tronchaban de risa cuando me daban los famosos pies de pollo para probar y casi me daba un ataque por lo picantes que eran.
Algo que me llamó la atención fue el modo en que los pasajeros comían todo tipo de alimentos durante el viaje, desde pipas hasta pececillos conservados al vacío, pasando por las típicas sopas instantáneas de fideos, cuyo aroma penetrante forma ya parte del equipamiento de los vagones.
Naturalmente, con todo el mundo comiendo y bebiendo sin parar, y con unas papeleras de tamaño mínimo, los vagones se iban llenando de basura a una velocidad de vértigo, llegando casi al nivel de los tobillos durante la comida y la cena, aunque después de la quinta cerveza yo ya no veía basura, sino decoración de tipo “bohemia”.
Lo que sí me resultó un poco más difícil de digerir fueron los baños, algunos de los cuales no son más que una letrina en la que hay que ponerse de cuclillas para evacuar, y en la que no era raro encontrarse algún que otro regalito de usuarios previos.
Quitando ese detalle relativamente molesto, el viaje resultó todo un éxito en el que hasta me eché una buena siesta reparadora. Por lo demás, todo el mundo se portó fenomenal conmigo. De hecho, fueron tan buenos que hasta sentí pena cuando me despedí de ellos y me dí cuenta de que seguramente no los volvería a ver jamás. Mientras yo me bajaba del tren para iniciar una nueva vida en condiciones más o menos cómodas, a ellos todavía les quedaban más de ocho horas hasta su destino, y quién sabe qué otras calamidades más, aunque yo eso nunca lo sabré.
Puede que suene pedante otra vez, pero me gusta pensar que esa experiencia del viaje en tren, supone una excusa ideal para recordar el aspecto efímero de nuestras vidas, y atesorar la compañía de nuestros seres más cercanos mientras podamos estar juntos, aunque reconozco que yo soy el primero que se olvida de ello.
Afortunadamente, aunque resulte ser una persona por lo general poco detallista con los demás, todavía, en ocasiones en las que monto en un tren de largo trayecto, me sigo encontrando con gente tan extraordinaria como Henry Liu, al que conocí en su viaje desde Pekín hasta nada menos que Lasa, la capital del Tibet, de donde me llegó la siguiente postal semanas más tarde.
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