Desde que partí a investigar la cultura y sociedad de China, uno de los aspectos que más me ha llamado la atención, y que más quebraderos de cabeza me ha causado, es el relativo a su peculiar concepción del dinero, sobre la que se han construido diversos tópicos y estereotipos relativamente populares en los países occidentales.
Algunos objetarán, y con razón, que no es necesario vivir en China para darse cuenta de la capacidad de ahorro o del gusto por los pagos en metálico de los chinos. Pero experimentar el día a día de este país nos permite acceder a toda una serie de aspectos cruciales para completar el “puzzle” de su particular mentalidad económica.
Uno de dichos aspectos, muy llamativo para el turista occidental, lo encontramos en los templos budistas o taoístas, donde el dinero se revela como un elemento extrañamente presente y explícito.
Comenzando por las cajas de donaciones transparentes, hasta los miles de nombres de contribuyentes grabados en sus muros según la cifra aportada, salta a la vista quela relación entre lo económico y lo religioso toma cauces bien diferentes a lo que estamos acostumbrados en las regiones influidas por el judaísmo, el cristianismo, o el islam.
Aparte de los numerosos puestos de venta de incienso, estatuillas, amuletos, y de los adivinos que aguardan en las inmediaciones del templo, hoy en día es muy fácil encontrarse tiendas dentro del propio recinto. Pero no nos precipitemos a señalar al consumismo como “culpable”, porque como bien explica Michael J. Walsh en su libroSacred Economies: Buddhist Monasticism and Territoriality in Medieval China, la religiosidad china lleva muchos siglos intercambiando donaciones por bendiciones y protección mágica.
Incluso para los menos amigos de las organizaciones religiosas, o aquellos que sólo cumplen con los ritos funerarios, el dinero sigue siendo un elemento crucial a la hora de honrar a los difuntos y antepasados, principal práctica religiosa del país, si es que la podemos considerar como tal.
Durante el festival de Qingming, celebrado quince días después del equinoccio de primavera, millones y millones de chinos adquieren diferentes tipos de réplicas de billetes para quemarlos a modo de ofrenda, de modo que sus seres queridos se mantengan alejados de la pobreza en el más allá.
Efectivamente, la visión del mundo de lo sobrenatural y la lógica sacrificial que desarrolló el pensamiento chino recuerda mucho a las mantenidas por otras grandes civilizaciones, como en el caso del Antiguo Egipto, donde la vida en el más allá era imaginada sobre cauces relativamente similares a la del “más acá”.
De hecho, hasta el desarrollo de las religiones de herencia judaica, diversas culturas del área considerada como “cuna” de la civilización occidental compartieron esa misma concepción de la vida tras la muerte, de ahí que en los ritos funerarios se enterrase a los difuntos con todo tipo de bienes, o que se sacrificasen animales, e incluso seres humanos, con la esperanza de que les acompañasen en el más allá.
No obstante, para “nosotros”, los occidentales, aquella visión cambió con la expansión del judaísmo, el cristianismo y el islam, religiones que contribuyeron a a explicar la “imperfección” del mundo a través de la figura de un único dios de atributos inconmensurables (véase teodicea). Y es que, al orientar la mentalidad de los creyentes hacia ese “otro mundo” que iba más allá de lo físico y lo superaba en todos los aspectos, estas religiones transformaron la función y el sentido de las prácticas sacrificiales.
Para ilustrar las diferencias de fondo entre ambos modelos, fijémonos por un momento en las características del ritual católico de la comunión y del ritual chino de la ofrenda de papel moneda.
En el primero de ellos, la hostia y el vino actúan como símbolo de un ser humano sacrificado por la realización de valores inconmensurables como el bien, el amor, y la justicia. En el segundo, el “dinero sagrado”, en su función de ofrenda suprema, sustituye a todos aquellos elementos materiales que garantizan la supervivencia y el estatus económico y social del linaje.
Desde la perspectiva cristiana, la comunión constituye una vía para afirmar el compromiso de la hermandad eclesial hacia valores inalcanzables. Desde la perspectiva de la religión popular china, la quema de papel moneda implica asumir la responsabilidad ética de retribuir a los antecesores por las condiciones de vida y el estatus heredado.
En ambos casos, el sacrifico contribuye a la afirmación de los principales lazos que estructuran la sociedad. La comunión católica reúne a los “hijos de dios” y renueva su hermandad de fe, mientras que la ofrenda de dinero sagrado actualiza la primacía de la piedad filial como núcleo ético y estructurador de las relaciones sociales.
Por eso mismo, en China, dedicarse a hacer dinero no supone caer en aspiraciones “bajas”, en tanto que alejadas de los valores éticos más “elevados”, sino todo lo contrario. En realidad, se podría decir que, desde una perspectiva tradicional,enriquecer al linaje familiar constituye uno de los principales deberes morales, y una aspiración que no obedece tanto a la avaricia y a los intereses individuales, como a imperativos de naturaleza colectiva.
Dicho así, esto puede sonar muy lógico y comprensible. Sin embargo, reconozco que cuando la madre de mi pareja me preguntó cuánto dinero ganaba y me exigió comprar una vivienda como condición para el matrimonio, mi primera reacción fue de simple y llana indignación. No podía entender que tratase de poner un precio a nuestra relación, y sentí verdadera lástima por los millones de chinos que pasan por esta situación cada año.
En realidad, pasó mucho tiempo hasta que llegué a entender que esas expectativas materialistas, a menudo tan inalcanzables como nuestros ideales metafísicos, no eran sino una forma de exigir compromiso, lealtad, y responsabilidad hacia su hija y hacia la familia que la crió.
Y fue de ese modo como llegué a comprender otras claves de las relaciones sociales en China, como el papel que cobra la generosidad hacia familiares y amigos. Porque, en este país, los verdaderos amigos son aquellos que están dispuestos a ayudar económicamente en los momentos en los que se impone dicha necesidad, cuestión que acostumbramos a obviar en Occidente, y que resulta de lo más incomprensible para buena parte de los chinos.
Conclusión: para inculcar valores éticos no hace falta recurrir a conceptos abstractos y perfectos que habitan en un “más allá” metafísico. Y aunque desde Occidente nos sintamos más o menos cómodos en la contradicción de desear y repudiar el enriquecimiento como proyecto mundano, es muy posible que buena parte de los ciudadanos chinos tengan una visión menos contradictoria, y no por ello menos ética sobre el medio de intercambio por excelencia.