EVEREST: sobre llegar primero o segundo a la cima

Fotografía titular: Qomolungma – Lady Everest
 
“Nadie recuerda al segundo hombre en escalar el Everest” se dice que dijo Edmund Hillary años después de llegar a la cima de Qomolungma, como le llaman en el Tíbet, la montaña más alta del mundo. Encontré esta cita mientras editaba fotos de mi propio paso por las altas cumbres del Himalaya. Inmediatamente fruncí el ceño y se me escuchó arruinar el momento filosófico con una risita irónica. Resulta que yo tampoco sabía quién era el primer hombre en haber llegado a la cima.
Amamos a los Edmunds del mundo. Idolatramos las palabras “éxito”, “triunfo” y “reconocimiento”. No importa cuántas tazas de café nocturno se requieran, no importa cuántos amores le devolvamos a Cupido porque no son prioridad o qué porcentaje de nuestro “tiempo libre” tengamos que regalar para lograr el objetivo con ventaja. Nosotros queremos las tres palabras, los picos y las sogas de una empresa por la que prometemos dar una vida.
Yo solía pensar que quería ser un Edmund Hillary más de este mundo. Solía invertir esfuerzos en tres sueños a la vez, llegando temprano, siendo la última en irme, trabajando hasta altas horas de la noche en ideas ajenas para que notaran mi existencia y, probablemente, babeando sobre los papeles totalmente dormida un sábado, luego de haber rechazado la invitación del único chico que se había dignado a invitarme a salir.
Hasta que un buen día me di cuenta que no me gustaba ni un poco ser un Hillary, yo siempre había querido ser un Norgay. Un TenzingNorgay.  Este hombre fue el sherpa que acompañó a Hillary en la expedición de 1953 que lo coronó como el hombre que había domado a la bestia. A diferencia de los otros miembros de la expedición, Norgay no fue reconocido como caballero ni obtuvo fama mundial. Pero vivió con intensidad cada una de estas palabras: “Si es vergonzoso vivir como el hombre que llegó en segundo lugar al Everest, tendré que vivir con esa vergüenza”.
Espero que puedan ver la gran ironía ¿No lo pueden ver? Déjenme que les cuente entonces qué ocurrió en nuestro recorrido hasta la base del Everest mismo. Quizás puedan entender mejor.
  
LA MALA NOTICIA Y LA IDEA
 
Ese día íbamos a ver el Everest. No el Aconcagua, ni el Elbrus, ni otro de esos picos de menos de 8000 mts de altura. EL EVEREST.
El plan parecía simple: llegar a la tienda de campaña desde Shigatse en unas diez horas y un colectivo nos llevaría hasta el campamento base de la gigante de 8850 mts de altura. Simple en los papeles, pesadillezco en la realidad.  El trayecto desértico estaba falto de baños naturales para damas y el calor nos abotonaba al asiento. Pero nada fue tan frustrante como que después de transitar más doce horas de camino de ripio en una van que emulaba a la perfección la máquina de Samba de los parques de diversiones, nos llegara la poco esperada noticia: para Namgayl, nuestro guía, era demasiado tarde para tomar un transporte y ninguno de nosotros estaba en condiciones para caminar a destino.
100% cierto y la responsable en gran parte era yo. La noche anterior yo había sido la última en irme a dormir después de alentar a Argentina contra Bélgica en el mundial. Casi todos se habían ido a dormir en el entretiempo y el gerente había prometido deshacerse de las botellas de cerveza vacías que evidenciaban el incumplimiento de las reglas del montañismo de altura: NO BEBERÁS NI DEJARÁS PRUEBA DE ELLO SI LO HACES. El alcohol conduce casi directamente al mal de altura.
Me recuerdo varias horas después de esa noche parada en la puerta de la carpa que miraba a la montaña en cuestión. Un grupo de nubes que cubría la totalidad de la cumbre anticipaba que, aunque pudiéramos llegar a la base, no podríamos divisar Qomolungma. Y yo estaba abrazada al último ibuprofeno 600 que me quedaba y que aplacaría una poco querible migraña resacosa, cuando en la oscuridad y el silencio de mis parpados sentí crecer en mí  la idea más estúpida que se me podría haber ocurrido.
Tienda de Campaña – base del Everest
 
El discurso inspirador que les di a mis compañeros de expedición debe de haber sido digno de una conferencia TED, porque a los pocos minutos de expresar palabras como “deber”, “caminar”, “tortuoso”, “gloria” y “ahora” todos se sumaron a la iniciativa de caminar los 7 km hasta la base del Everest esa misma tarde.
7 km. 70 cuadras porteñas. Una pequeña carrera de 40 minutos a trote tranquilo. Y aún así juro que a 5000 mts de altura caminar 100 mts se siente como subir un edificio de 15 pisos con dos bolsas gigantescas de piedras atadas a los tobillos. Las piernas piden clemencia y los pulmones se sienten como dos globos a punto de explotar.

Camino al Everest – en el horizonte, las nubes cubren la montaña

Plegarias camino al Everest
A medida que subíamos y bajábamos colina tras colina, el grupo se volvía más callado y taciturno. Cualquiera que nos mirara de afuera hubiera dicho que parecíamos un agonizante grupo de presos yendo a picar piedras (soundtrack de grilletes y cadenas incluido). Mientras, con un aire de “yo se los advertí”, Namgayl nos acompañaba prendiendo un cigarrillo de tanto en tanto, cantando melodías tibetanas y contando algún chiste que se le ocurría.
Mi foco de atención estaba atado al suelo, donde hacía el esfuerzo de poner un pie delante del otro. En eso y en las insistentes punzadas en las sienes que me sacaban lágrimas de a ratos. Ya habría tiempo para observar las montañas y responder a las miradas de enojo que arrojaban mis compañeros de empresa que cada vez quedaban más lejos. A la cabeza y a varios metros de distancia mi amigo Dave y yo caminábamos sin cesar por los senderos de piedra.
No sé si fue su entrecortado y agitado respirar o el indisfrazable temblor de mis piernas lo que mejor reflejaba lo que nos costaba llegar a la base. Ya no había casi luz y comenzaba a helar. Pero, a pesar de lo mucho que Dave quería parar para descansar, yo sabía que no podíamos detenernos. Había que llegar.
Pocos minutos después sucedió que al son de un respirado “Va a tener que seguir caminando sola, madam” tuve que tomar una decisión: esperar a mi amigo o seguir sola.
Base del Everest – Llegar al Mirador
Finalmente llegué sin compañía a la base del Everest mientras la mayoría de la gente allí emprendía la vuelta. Hacía tanto frío que no sentía la punta de la nariz. Estaba oscuro y era más que evidente que no íbamos a poder ver la montaña porque las nubes seguían apelmazadas sobre la cumbre y no se iban a disipar. Pero el aire se sentía dulce, rico y cargado de una energía extraña que se anudaba en mi estómago: yo había llegado primero.

Llegar primera y no poder abrir los ojos

 

Lo que yo no sabía es que mi aventura estaba a minutos de fracasar por completo.

No fue hasta que finalmente Dave llegó que vi las nubes que cubrían al Everest desaparecieron frente a mis ojos. No se hizo de noche, sino que ya no podía abrir los ojos del punzante dolor de cabeza que jamás me había abandonado. No eran nudos de victoria lo que sentía en el estómago, sino mares de náuseas que ahora acaparaban mi atención por completo. Y expresar un simple “sí” o “no” era prácticamente imposible porque mis mandíbulas parecían no responder.
Haber hecho el máximo esfuerzo por llegar primera me había costado una espantosa falta de oxígeno en el cerebro.
Más tarde, cuando Dave me llevaba en brazos a la camioneta que me devolvería con urgencia a la tienda de campaña, no pude ignorar un irónico “¿De quién fue la estupenda idea?”.
Qué conseguí finalmente, se preguntarán.
Oxígeno de tanque aplicado por dos horas, más náuseas, miradas acusatorias y diez horas de sueño interrumpido por quejas resacosas (no solo las mías).

Oxígeno

 

Totalmente desmayada a la derecha abajo
 
EL DÍA DESPUÉS
 
A la temprana y helada hora de las 5 am me despertaron mis riñones en señal de rendición. Minutos después me encontraba agachada detrás de la tienda de campaña cuando se me ocurrió buscar a Qomolungma en el horizonte. Y allí estaba, mirándome desde las alturas. Algunas nubes vagaban a su alrededor, pero la diosa ya no se ocultaba detrás de ellas.
El Everest al descubierto a la mañana siguiente – algo muy poco visto
Poco a poco los montañistas y turistas salían de las otras tiendas de campaña y quedaban hechizados por la magnánima presencia del Everest frente a ellos. Todos asombrados y agradecidos de poder verla entera, preguntándose cómo era posible tal espectáculo en una época del año en la que es muy difícil divisar la montaña por las nubes.

El Everest – Ni una nube a la vista – disfrutando de llegar segunda, o tercera, o… me entienden
Namgayl llamaría a esto parte del buen karma que generábamos todos allí reunidos… y probablemente así fuera. Pero yo sabía que la experiencia estaba allí para enseñarme una valiosa lección.
Éxito. Triunfo. Reconocimiento. Las palabras no son más que cajas vacías que llenamos con ideas, expectativas y acciones. Nosotros somos los únicos responsables de su significado ¿Qué es éxito? ¿Qué es triunfar? ¿Qué queremos con el reconocimiento?
El Everest no dejará de ser el Everest porque se llega primero o segundo. Llegamos todos al mismo lugar, se nos da la misma oportunidad de observar la belleza a nuestro alrededor, sentimos quizás la misma libertad ¿Por qué llegar primero si disfruto más del camino llegando segunda o tercera y encima puedo también volver caminando a la tienda de campaña?
He recorrido mucho más del camino arriba desde que tomé la decisión de disfrutar del camino aunque tenga que sacrificar el primer puesto que durante todos esos años de esfuerzos infructíferos causados por la carrera constante.
Hoy celebro a los Tenzing Norgay del mundo.

 

Deja un comentario