Recorriendo China en tren: el peor viaje de mi vida

Durante los dos años y pico que llevo viviendo en China, he acumulado más de 300 horas de tren, la mayoría de las cuales las pasé en vagones litera, debido a la larga duración de los trayectos.

El viaje más largo que he realizado fue aquel que me llevó de Wuhan a Kunming en junio de 2012, en el que pasamos nada menos que 32 horas. Sin embargo, lo cierto es que guardo un recuerdo relativamente amable de aquel trayecto, en el que mi novia y yo conocimos gente muy interesante con la que pude practicar chino durante un buen rato.

Por curioso que parezca, el peor viaje que he tenido hasta el momento fue de tan sólo 7 horas, y sé que esta es una ocasión de esas para hacer una mención fácil a la teoría de la relatividad de Einstein, pero en lugar de ello me limitaré a usar la ilustre expresión “se me hizo más largo que el campo de fútbol de Oliver y Benji”.

A día de hoy, el tramo que separa Wuhan de Yichang (Hubei) se puede realizar en poco más de dos horas montando en tren de alta velocidad, pero aquel año nuevo chino de 2012 sólo teníamos la opción de viajar en uno de categoría K, una de las más bajas, y totalmente incomparable en prestaciones y confort a las líneas de alta velocidad.

Recuerdo que alguien ya me había avisado de que después del año nuevo chino, que da comienzo al mayor periodo vacacional para los trabajadores, las tareas de limpieza y mantenimiento de los trenes de baja categoría sufrían un “bajón” considerable. Sin embargo, en aquel momento (inocente de mí) no di demasiada importancia al asunto, e incluso me tomé bastante a la ligera el consejo de mi novia, que me esperaba en Yichang, acerca de la conveniencia de echarme a dormir temprano.

En lugar de ello, pasé la noche imaginando el esperado encuentro con ella, de la que llevaba separado un par de semanas, y apenas dormí más de 4 horas en el colchón, duro como una tabla, que tenía en aquella desastrosa habitación individual que alquilaba a la Universidad de Wuhan.

Por lo menos, ya me había encargado de imprimir los billetes que mi compañera reservó una semana atrás, así que la ración de locura en taxi, colas de viajeros, y controles policiales hasta llegar a la sala de espera resultó mucho menos enervante de lo que podía haber supuesto en caso contrario (una hazaña imposible durante las vacaciones del “Festival de Primavera”).

Aparte de los empujones inevitables durante la subida a bordo, todo fue según lo planeado, y no ocurrió nada a lo que ya estuviera acostumbrado de otros viajes, como aquel primero que me llevó de Pekín a Wuhan. Pero en cuanto entré dentro del vagón y me acerqué al asiento que iba a ocupar, me di cuenta de lo sumamente enmarranado que estaba todo a mi alrededor, y ya me empecé a arrepentir de no haber descansado lo suficiente durante la noche.

Cierto que cuando uno viaja en un tren de la época de Mao, y además lo hace en la modalidad de “asiento duro”, no espera precisamente verse rodeado de glamour, pero os prometo que aquel vagón parecía haber sido preparado a posta para rodar una película de terror a lo Robert Rodriguez.

Así pueden lucir los pasillos de los vagones de baja categoría durante el año nuevo chino.

Todavía se me tensan los esfínteres cuando recuerdo aquella mesa extremadamente sucia que compartí con otros tres viajeros. Una mancha roja densa y reseca de veteasaberquéhostias decoraba su superficie, sugiriendo al lado más perverso de mi imaginación la posibilidad de que hubiera sido usada para algún tipo de ritual sacrificial ferroviario. Pero aquellas deducciones fantasiosas, que en parte me ayudaban a digerir lo repulsivo de la escena, quedaron a la altura de un ladrillo ante la sublime actuación que nos dedicó el “señor” sentado en frente.

Al igual que el resto de los sentados al rededor de aquella mesa de quirófano improvisada, Benancio, que es como lo bauticé en mi fuero interno, estaba ya cansado de caer presa del sueño y no poder poner su cabeza a salvo de los traqueteos del tren. Así pues, ni corto ni perezoso, agarró un cacho de periódico ya marrón que había en el suelo, y lo utilizó para frotar la mancha roja, esa que yo ya había visto mutar en plan La cosa, aunque no sin antes disparar un buen escupitajo sobre la mesa; a modo de detergente.

Conste que me considero una persona muy tolerante a las marranadas, y a la que le cuesta mucho sufrir una arcada, pero tengo que reconocer que aquella escena hizo que se me removieran las tripas de una forma que no me había ocurrido jamás, y eso que desde pequeño he visto matanzas de cerdo y todo tipo de tejemanejes con vísceras de animales en el caserío de mis abuelos.

Mientras yo comenzaba a sudar por los retortijones que me causó aquella visión (y en parte también la leche del desayuno y los meneos del tren), el cabrón de Benancio ya estaba roncando apoyado sobre la mesa gore, y así se pasó todo el viaje hasta que llegó a su parada.

Calculo que sería precisamente entonces, cuando, superado el aguante de la parte final de mi tracto digestivo, me avalancé hacia los servicios del vagón. Había pasado cerca de una hora tratando de aguantar la revolución que se estaba cocinando en mis tripas, intentando no pensar siquiera en el estado en que estarían los retretes del tren, pero al final sucumbí a la llamada de la cruel naturaleza.

Para más infortunio, no me percaté de que en los trenes de baja categoría está prohibido ir al servicio durante las paradas, ya que los desechos caen directamente a la vía, así que justo cuando me las había apañado para ponerme de cuclillas (no imaginéis un inodoro como el que tenéis en casa), un asistente de la compañía ferroviaria comenzó a aporrear la puerta con furia mientras juraba en mandarín.

Yo entonces apenas era capaz de entender un 20% de lo que la gente de Hubei me decía en su dialecto local, y os juro que no comprendía por qué demonios no me podían dejar cagar tranquilo, así que en cuanto terminé la faena, salí hecho un ogro a gritar al asistente medio en euskera y medio en castellano, quien se quedó sin palabras al ver salir a un extranjero tan indignado después de haber plantado sus desechos en plena estación de tren.

Confuso por las miradas de desprecio que me dedicó más de un viajero, volví a mi asiento con la intención de conciliar el sueño y pasar el resto del viaje dormido, sin saber que allí me esperaba una nueva sorpresa en forma de “familia entrañable”.

Y lo cierto es que, durante el primer cuarto de hora, resultó bastante ameno tratar con la abuela, la madre, y el niño que apenas se mantenía en pie. Pero luego la madre se cansó de tener en brazos a su nene, y optó por dejarlo recorrer el pasillo hasta que se aproximara a los escalones que daban al piso inferior del vagón, momento en el que ella soltaría un alarido infernal a modo de advertencia. En ocasiones, cuando el retoño hacía un amago de tratar de bajar las escaleras, la madre corría dando voces hasta él para darle unos azotes, tras lo cual volvía a dejarle rodar por el vagón a sus anchas.

La mujer, de muy marcado origen rural, prosiguió gritando cada cinco minutos a su hijo sin percartarse de lo mucho que molestaba a los viajeros que la rodeaban, hasta que al fin un señor mayor le llamó la atención. Entonces ella agarró al niño entre berrinches y, ¿os imagináis a quien se lo dejó en custodia? Efectivamente, se lo dejó al menda, al extranjero que, cómo no, debía estar encantado con la experiencia única de intercambio cultural que se le estaba brindando.

Los servicios de un tren de baja categoría durante la migración de año nuevo (el tren no es de los más viejos).

Para colmo, la abuela se empeñó en darme conversación mientras su nieto no me dejaba tranquilo, dando por hecho que entendía la variante que fuera que hablaran en su pueblo. Sin embargo, la abuela Pascuala, a la que tampoco le faltaba caja torácica ni abdomen para lanzar potentes rebuznos, tendía a hablar más bien en voz baja, lo que me obligaba a inclinarme hacia ella para poder entender ese 10% de lo que fuera que me estaba contando.

Pero lo peor de lo peor llegó cuando, en medio de la conversación, Pascuala se inclinó levemente hacia atrás para inspirar, y me obsequió con un potente estornudo que eyectó una generosa cantidad de fluidos bucales sobre mi jeta. Mientras mi cerebro quedaba cortocircuitado por el inesperado chaparrón de babas, la buena de Pascuala seguió contandome su vida en tomos, como si nada de lo que acababa de hacer supusiera una excusa para interrumpir el monólogo que se estaba cascando.

Tras aquella odisea eterna, que terminé lleno de babas de abuela y de bebé (en el mejor de los casos), ya no soñaba con el esperado encuentro con mi novia, sino con meterme de cabezas en un lavadero de coches y que me frotara sin piedad hasta librarme de toda la porquería acumulada durante el viaje. Recuerdo que tras una buena ducha, llegué a jurar que no volvería a tomar un tren de esos en mi vida, y que retornaría a casa en burro si hiciera falta, pero a los dos días ya estaba otra vez montado en el mismo tren de camino a Wuhan.

Y es que, por muy desagradable que pueda ser a veces, viajar en este tipo de condiciones, no exclusivas de China ni de sus gentes, supone una experiencia que rara vez puede constituir un riesgo real para la salud, y que recompensa al viajero con una cantidad de anécdotas que pueden valer mil veces el esfuerzo y las incomodidades causadas.

Sólo espero que no penséis que la falta de higiene es un rasgo general de los chinos, la mayoría de los cuales se quejaría igual que yo de lo sucedido, y que os hayáis divertido al menos una pizca leyendo este relato completamente verídico que, dicho sea como conclusión, supone todo un tesoro para mí.

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