Un día muy chino

En lo que yo me imaginaba como un mar de nervios y ansiedad, Manuel me escribió la noche antes de irse a trabajar a China “¿Qué tengo que saber antes de irme? ¿Hay algo que tendría que hacer?”. El ratoncito que trabaja en mi mente desplegó la interminable lista mental, pero no podía dejar de pensar en una sola cosa. Le sonreí al monitor y escribí “disfrutá del viaje”. Una delicada y casi eufemística elección de palabras que esconden un “disfrutá del caos”.

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Autopista de Shanghai: China es el caos organizado.

 China es el caos organizado. En todo ámbito, en cada individuo, hasta en el mínimo evento cotidiano se refleja un modo de vida impregnado en desorden. Solo basta con ir al cajero a retirar billetes: los números a veces mirarán a arriba y a veces abajo, y Mao nunca estará donde se espera encontrarlo. Háganme el favor de ir a su banco más cercano y disfrutar del placer de tener los billetes ordenados y mirando hacia el mismo lado. La ley del desorden absoluto en un país irónicamente organizado se despliega en (casi) todo.

Lo extraño es pensar que somos tan distintos.

Nos gusta usar las palabras “exótico” y “oriental” para describir todo aquello que viene de un país del otro lado del mundo. Pero no las usamos sólo para decir que algo es diferente, sino para que decir que algo es extraño. Bueno, aunque no puedo negar la existencia de un claro abismo cultural entre Buenos Aires y Yangzhou, resulta que mis días en China y acá son muchas veces igual de caóticos. Más de una noche me voy a dormir pensando en que he tenido un día muy chino.

Mañanas en Mandarín

En China, si no era el estridente ringtone de mi teléfono móvil, me despertaba el silbato matutino de las 6 am en el edificio de al lado, donde dormían los alumnos de primaria. En todo ese año siempre agradecí no ser uno de esos niños que no podía saltar de la cama al primer silbatazo.

Maestra de inglés de cuatro cursos de 3er grado y dos de 4to grado, podía tener hasta 300 alumnos en unas tres horas. Probablemente me acordaba de 240 rostros y 200 nombres, especialmente Ice Cream, Tinder (sips, se llama así) y Darth Vader. De esos alguno siempre estaba fregando el piso de los pasillos esquivando mis pies o limpiando las paredes desde las 7 am en castigo por no haber completado la tarea o por no haber lavado el uniforme. Si habían alumnos en el aula la clase comenzaba, sino, sería que mis colegas chinos habían olvidado mencionarle a la que no hablaba chino que las clases se habían suspendido ¿A quién le gusta dormir una horita más, cierto?

7 AM – A limpiar el aula antes de empezar la clase

Ejercicios para los ojos antes de empezar la clase

Enseñar en China es como enseñar en cualquier parte del mundo, no sé en qué momento pensé que mis alumnos iban a ser un eterno más de calma, qué error. Pero más allá de las vicisitudes del ser docente, el pico de estrés lo tenía cada 40 minutos, cuando tenía que encender el GPS mental para recordar en qué parte del colegio estaba el aula donde daba clases después. Casi a diario tenía que correr de un edificio a otro que estaba a unos 5/10 minutos caminando. Si la lógica occidental indicaba que todas las aulas de tercero tenían que estar en un mismo edificio, la oriental la consideraba errática y poco práctica.

Si de correr se trata, mi trabajo como profe de inglés en Buenos Aires es un claro ejemplo. De eso y del arte de cruzar los dedos. Una ducha, un desayuno y 15 min de yoga después de despertarme, es hora de ir a esperar el tren a la estación al centro. Paradita al lado del andén procedo a rezar el ave María para que no se escuche por el alto parlante “servicio suspendido/demorado”, y, en el caso en el que esto sucede, me preparo mentalmente para correr a la parada del único colectivo que me lleva a la empresa donde doy clases de inglés a empleados. Inocente docente la que piensa que es la única que sabe que ese colectivo, como el tren, te lleva al mismo lugar. Sea viajar en cualquier medio, una se termina adaptando a la falta de espacio personal, a la mancha de chocolate del alfajor del niño parado al lado tuyo en la pollera, al sudor ajeno en la camisa y el olor a humedad y medias usadas por dos días seguidos.

La oficina donde trabajo en Buenos Aires, por la mañana

La magia del tráfico en Buenos Aires es que no importa cuán desordenado esté ese día, siempre se llega a trabajar a horario. Y como en China, a veces tengo clases y a veces no… En general mis alumnos tampoco recuerdan avisarme que no hay clases y recibo mails donde no pueden faltar dos elementos: la primera oración siempre empieza con un “Disculpe por no haber ido a clase” y el cuerpo del mail con el formato “no llego con (rellenar aquí con tareas empresariales de las que muchas veces no tengo conocimiento previo y que colman la agenda laboral de mis alumnos)”.

Mis aulas no están separadas por 5 minutos en Buenos Aires, sino por un viaje de 45 minutos de retiro a Martínez en tren. Al menos sé dónde están.

De rutas y siestas

La hora del almuerzo es igual en ambos lados. Los comedores, restaurantes, colas de rotisería y plazas se vuelven los oasis de un desierto laboral. La gran diferencia es… la siesta. En China las 12 del mediodía marcan un umbral entre una ciudad y tierra de nadie… hay que dormir la siesta hasta las 2 pm. Yo, como desde muy pequeña jamás podré dormir la siesta a esa hora ni me van a obligar.

A las 12 pm en Yangzhou todos vuelven a casa a dormir la siesta. TODOS.

Sobre volver a casa y agendar el tiempo libre

Ser observadora me regala momentos claves de la vida de otras personas… por ejemplo salir del trabajo. Si uno presta atención, muchas veces podemos ver en los rostros de trabajadores la misma expresión en el rostro que tiene Andy en la película Sueños de Libertad termina escapándose de la cárcel. Esto es igual acá y allá.

Andy cuando se escapa de la cárcel (Sueños de Libertad)

También como en China, esta demostración pura de felicidad dura hasta que se emprende el tortuoso camino a casa… porque sí, el tránsito en esas horas es un fenómeno único e irrepetible digno de apreciar una vez que se llega a casa y se pusieron los pies en alto.

Tráfico monstruoso en Buenos Aires


Tráfico monstruoso en Yangzhou

Y como en China, los argentinos somos seres poco ociosos y carecemos de la empatía de comunidades que saborean el placer de terminar el día laboral y hacer absolutamente nada. Es más, cuanto más hablo sobre esto más me doy cuenta que comparto con muchos otros una sensación de culpa cuando no tengo más que hacer que mirar una peli un miércoles a las 8 pm. El tiempo libre está… apretado. Gimnasio, estudio, esa maestría, el after office, la cena con amigos, teatro, stand up, bicicleteada con los locos lindos que salen a andar en bici por la noche… siempre, siempre, siempre y en cualquier parte hay algo para hacer. Entonces lo hacemos.

En China son los partidos de mahjong, jugar a las cartas en la calle, recorrer las ferias nocturnas, ir al gimnasio, bailar en las esquinas, realizar esos ejercicios indescriptibles que sólo saben hacer los viejitos… siempre hay algo para hacer. Entonces lo hacen.

Jugar a las cartas en las esquinas

Bailar en las esquinas

Ese momento antes de ir a dormir

Por más frenético que sea nuestro ir y venir, entrar y salir, el mundo parece detenerse justo antes de caer en la cuenta de que hay que ir a dormir. Quietud, calma, silencio. Se escuchan los grillos que están ahí hace ya algún tiempo, el rítimico goteo de los aires acondicionados y el pasar de los pensamientos uno a uno hasta que ya no los escuchamos más.

Tanto allá como acá rodeo la almohada por arriba y por abajo y observo la ventana. Agradezco cada evento que llena mi día, cada encuentro que me lo ilumina un poquito más y cada lección de vida. Pienso en mi familia, en mis amigos y en esa persona. Pienso en qué me falta y me pongo seria. Pienso en lo cansada que estoy y me preocupo un segundo. Y finalmente pienso en lo que amo la vida que llevo de punta a punta y agradezco poder llegar a casa y soñar al menos unas seis horas más.

Sonrío. Soy feliz.

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