El placer de explicarle a mi suegra china la vida en mi pueblo

Durante el primer año de relación con mi novia china, ella se mantuvo bastante reacia a la idea de vivir en Bera, el pequeño pueblo del Prepirineo navarro en el que crecí (no tanto en estatura como en dimensiones craneales).

Sin embargo, a partir del verano en que fue a visitarlo, nuestros planes de futuro se fueron alejando cada vez más decididamente de la idea de quedarnos a vivir en China, para disgusto catastrófico de su madre.

La verdad es que a mí no me importaría nada seguir un tiempo más en el país de Confucio y probar a vivir en zonas menos urbanas, pero lo más probable es que volvamos a mi tierra natal para que mi novia pase unos años enseñando chino, aprendiendo español, y si se anima, quizás también euskera.

Pero el disgusto de la suegra no se debe sólo a que vayamos a trabajar en un país con conocidos problemas económicos, pues lo que realmente cortocircuita sus neuronas es que planeemos vivir en una zona rural. Y es que, en China, referirse a lo que queda más allá de las ciudades supone sugerir un mundo prácticamente opuesto a la idea del desarrollo y a todos los aspectos “positivos” asociados a ello.

Aquí lo rural es entendido como el mundo del atraso tecnológico, de la falta de oportunidades, y de la pobreza, y por eso mismo, entiendo que a la madre de mi novia le cueste aceptar nuestros planes. Sin embargo, lo que no entiendo tan bien es su terco empeño por dudar de todas y cada una de las pruebas que le presentamos sobre lo bien que se puede vivir en la comarca de Bortziri/Cinco Villas.

Y en ese sentido, creo que me pasa algo parecido a lo que le pasaba al bueno de Nigel Barley, autor del desternillante El antropólogo inocente, con la tribu de los dowayos, cuyos miembros solían sorprenderle con argumentos “ultra-positivistas” de lo más inquietante.

Me explico. En lo relativo a la idea de vivir en mi pueblo natal, mi suegra aplica la lógica del apóstol Tomás: ver para creer. Da igual que quien se lo cuente sea su propia hija, o que le enseñemos tropecientas fotos y vídeos donde se aprecie el nivel de desarrollo alcanzado. Para ella, lo rural es sinónimo de mala vida, y hasta que no vaya y lo vea con sus propios ojos, todo lo que le diga no será más que sospechosa palabrería de demonio blanco.

Por ejemplo, cuando le dije que mi pueblo, de apenas 4000 habitantes, tenía una zona industrial casi más grande que el propio núcleo urbano, me miró como si le acabase de decir que Mao Zedong era un robot venido del futuro. Incluso le llegamos a enseñar fotos de satélite para que comprobase que era cierto, pero ni por esas.

Y cuando se enteró de que vivíamos en una zona montañosa, se imaginó poco menos que la vida de los pastores nómadas en el Tibet profundo, y desde entonces vive preocupada de que tengamos que bajar a la ciudad en burro y por senderos con todo tipo de amenazas naturales.

Pero la auténtica pesadilla para ella está en el tema de la comida, ya que, como todo el mundo sabe, lejos de las “pequeñas” ciudades empobrecidas por la crisis, las primitivas hordas vascas de las montañas apenas se alimentan de otra cosa que no sea cagadas de oveja (Conguitos les llaman algunos), y alguna que otra patata silvestre que asome por el camino.

A mí todas aquellas preguntas e incredulidades me hicieron bastante gracia al principio, pero cuando comprobé que iban a repetirse en cada comida y cada cena que compartiésemos, más bien pasaron a convertirse en causa de ardor estomacal e indigestión.

Yo entiendo que ella, quien ha vivido la mayor parte de su vida en una zona rural desfavorecida, albergue dudas sobre la calidad de vida en mi pueblo natal, y más aún cuando la tele china no hace más que repetirle lo guay del paraguay que es la economía China en comparación a la del Sur de Europa.

También comprendo que nuestros temores sobre la contaminación en China se la repampinflen, porque a ella lo que le consta del desarrollo es la forma en que sus condiciones materiales han mejorado. Pero lo irónico es que, como la mayoría de los chinos piense así, al final ni siquiera van a poder decir eso de “ver para creer”, porque la contaminación del aire llegará a tales extremos que tendrán que usar el tacto para distinguir un Seiscientos de un Mercedes.

En fin, supongo que esto es lo que pasa cuando todo a tu alrededor parece confirmar tu visión del mundo, y sientes esa seguridad sobre lo que conviene y no conviene en la vida. ¿Y qué haces entonces con el extranjero de turno que mete las narices para cuestionarlo todo? Pues te cachondeas de su país y de su hogar hasta que se le pasen las ganas de liar al personal.

Así pues, queridos amigos, de momento no me queda otra opción que aguantar impertérrito, cual panda zampando bambú bajo la lluvia, hasta ese glorioso día en que ella visite mi pueblo y se le caigan las bragas al comprobar el sitio tan cojonudo en el que vivimos.

De verdad, espero que así sea, porque como siga azotando la crisis a lo mejor resulta que se confirman sus expectativas, y ya veréis con qué cara vuelvo yo a Dangyang para el año nuevo chino.

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